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domingo, 12 de octubre de 2014
Anillo de Moebius
Me ha sorprendido el final de Anillo de Moebius de Rubén Castillo. Bueno, no solo el final. En su particular invención moreliana, nada es lo que parece. O simplemente todo es mentira. Las personas no existen. Los encuentros en los autobuses no son casuales. Las casualidades no existen. Nosotros nos obligamos a crear mentiras en nuestro cerebro de trabajadores de hospital o de banco. Subido en el coche del pueblo alemán, el protagonista, llámese Enrique, llámase Julio, pone en entredicho todo lo que le rodea: amor, amistad, trabajo, filiación deportiva, desayuno, clave de tarjeta de crédito y todo lo demás. Menudo panorama. Otro pasando de la felicidad a la tortura, otra vez desarrollando el infierno en primera persona masculino singular. Casi nada. Y el cambio etílico de nuestros sentidos, llevándonos a un libro cuyo índice nos desconcierta y no es el esperado. La bibliografía del agobio existencial tiene demasiadas referencias pero ese infierno personal destroza hasta al más preparado de los marines para soportar la operación Tormenta del desierto. Pero la tormenta, incrementada por los olores, no es solo desértica, llega a todos los ámbitos de la existencia. El cliente habitual de un bar, el odio al cobalto que estabiliza la espuma de nuestras cervezas, la mentira de lo cotidiano. No es fácil ese paso del cero al infinito ni para el más experto de los matemáticas porque siempre hay un Bolzano que lo fastidia todo, o un amigo que besa a tu novia, o una pandilla de secuaces equivocados que te joden con la broma más macabra del universo conocido. Y, cuando en mitad del infierno, con o sin grietas, la gravedad ejerce su influencia, la porquería preconcebida empieza a flotar. Cuando se jode lo cotidiano, cuando la rutina es solo una sombra, todo se desmorona. Y no te vale que no te cambien en un bar, ni que los ricos sean prepotentes y tampoco que te larguen del local de turno cobrándote la cerveza y las almendras al precio de ambrosía. Y no hay respuestas, y hasta recuerdas aquel maldito penalty del Hércules de Alicante. Y en el Matrix paralelo de nuestra existencia siempre hay fallos multiplicados por mil. Nuestros dibujos de cada día están hechos por un payaso borracho que juega a ser Dios. Y no hay un Jimmy Page que nos escriba un himno en mitad de la desesperación. No existe, y si existe, su Olimpiada particular es distinta a la nuestra. Cuando perdemos nuestra brújula existencial no hay puntos cardinales que nos señalen la salvación: todos los caminos conducen a un infierno sin salida. Y, a través de ese juego en plan Bioy Casares, en mitad de chupitos de vodka caramelo, Rubén Castillo nos sorprende con un final inesperado. No es Dormir al sol, pero casi. Y las mentiras creadas, como esas mujeres cuyos nombres dicen que juran en nombre de Dios, se desvanecen en dos folios impresos. En dos jodidos folios en mitad de un sobre en una casa ajena y ni Led Zeppelin nos saca del lío. Y como dice Rubén, “la soledad es un castillo con demasiada hiedra en las paredes”. Y a mí me encanta la hiedra. Y punto.
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1 comentario:
La hiedra acaba con todo lo que se ve.
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