Hace 2 horas
martes, 30 de julio de 2024
Boiling Point. Primera temporada.
Seis meses después del final de Hierve, estamos en las mismas con Boiling Point. Cuatro capítulos para estirar ese chicle de gente incomprendida, de borrachos sin payasear, de familias convertidas en capítulo del Antiguo Testamento, de catorce de cualquier mes convertido en el final de todos los meses, de facturas que se acumulan y de secretos bien guardados, de hacer cosas por el empeño de un sueño, de una utopía, de una pérdida de la inocencia en un fogón. Este zoo, el de Boiling Point, no tiene el punto porque está desenfocado: la cocina es la excusa. Todo es mentira, todo embuste, todo cena recalentada para una celebración que no es de éxito sino de agonía. Una buena serie para entender que hasta los mejores platos dejan una acidez inacabable. O no.
martes, 23 de julio de 2024
Sugar. Primera temporada.
Empieza Sugar con una razia japonesa, con una razia que nos muestra a un tipo dedicado a encontrar a desaparecidos/raptados. Pero Sugar va a su aire, aguanta el alcohol como nadie, tiembla como nadie, está obsesionado por el cine clásico como nadie y se comporta como un caballero como nadie (hasta que deja de comportarse). Deja pistas sobre el lado oscuro la serie desde los créditos, porque nada es lo que parece, o lo que parece ser, o debiera parecer. Los secretos ocultos del viejo y el nuevo Hollywood, con encuentros con entidades que van dejando pildoritas de lo que podría ser el centro de la historia. Pero no vale desviarse del tema, que entonces Sugar saca los puños, las balas, el móvil o lo que haga falta. Aquí hay adicción (“un yonqui lo es para siempre”), pero si en este mundo hemos venido a sufrir, habrá que buscar una alternativa (“en este mundo ya hay suficiente sufrimiento sin que yo contribuya”). Vuelve a plantear Sugar la eterna pregunta de etiquetar, de poner el papelito adhesivo a algo que es difícilmente clasificable. Viejo aroma a cine negro con pinceladas fantásticas.
viernes, 19 de julio de 2024
Hombres fósiles
Kermit Pattison, al comienzo de Hombres fósiles, nos dice: “Este libro es tanto una historia de la ciencia como una historia de detectives acerca del mayor misterio de todos: ¿de dónde venimos? Como buen misterio, empieza con un cuerpo”. Pero es más que eso. Son esqueletos, son cerebros, son pies, son dientes (“los dientes son cápsulas del tiempo”), son sexo (“era una estrategia de apareamiento: los ancestros humanos adoptaron la marcha bípeda para volverse monógamos”), son relación intermembral, son geología, son sabanas, son domesticación (“mucho antes de domesticar a otros animales, los seres humanos se domesticaron a sí mismos), son caníbales (“los carniceros humanos rompían los cráneos para devorar los sesos, que son ricos en proteínas y grasas”), son zonas volcánicas, son fotosíntesis, son paleoclimas, son cenizas y son cenizos enfrentados a otros cenizos. Ardi, ese esqueleto incompleto de 4,4 millones de antigüedad de la especie Ardipithecus Ramidus, lo cambia todo. Escribe el autor: “Cuanta más información obtenía, más intranquilo me sentía, ya que Ardi parecía refutar muchas de las teorías predominantes sobre la evolución”. Sorpresa sorpresa, pero hoy, sin mermelada: “Ardi fue una mujer inoportuna que sorprendió a los estudiosos de los orígenes del hombre más de lo que muchos estuvieron dispuestos a admitir”. ¿Éramos más de la Gemio o de Puente? Y en 2009, se publicitó a Ardi, y “tanto Ardi como el equipo que la descubrió parecían ser personas non gratas. Llegaron a referirse a una de ellas como el-que-no-debe-ser-nombrado”. Y apostilla Pattison: “Se despertó mi curiosidad. Cualquiera que no deba ser nombrado, sin duda, debe ser entrevistado”. Y ahí, justo ahí, aparece el señor White: “Tim White, líder del equipo de Ardi, es un paleoantropólogo, un científico del registro fósil humano con fama de contar con un agudo intelecto, poca paciencia para las tonterías -ante las que salta a la mínima-, una larga lista de descubrimientos y un listado aún más largo de enemigos”. He de reconocer que no me gustan los robapiedras. Me generan recelo. Pero esta historia de robapiedras va más allá del expolio y el señor White, como si fuera un personaje más de Reservoir Dogs, es atrayente: “Tenía una mente enciclopédica, era sarcástico y escandalosamente poco diplomático: tachó a un colega de idiota, a otro de carroñero y a otro de payaso, y a muchos colegas los redujo a la categoría de cabronazos”. Pero no era un recién llegado, y, los que lo rodeaban, tampoco: “Varios investigadores de Ardi eran veteranos del equipo que interpretó el esqueleto de Lucy en las décadas de 1970 y 1980”. Toda esta historia se trata “de una odisea científica que comenzó antes de que existiera algo llamado internet y que abarcó la carrera de seis presidentes de USA”. Más por parte de KP: “Esta historia es un viaje al pasado remoto para encontrar ancestros, animales, entornos e incluso un árbol de la vida diferente a los que reconocerían en nuestro mundo moderno”. Entornos. Vivan los entornos. Vivan las canciones de David Holmes. Pattison, sin prisa y con muchas páginas, habla del pasado de White, de su pasado con los Leakey, de su pasado con Lucy, de su pasado en Laetoli, de su pasado con el jefe de expedición Desmond Clark. El autor también se recrea en los cambios políticos de Etiopía, en la guerra Etiopía-Eritrea y de los cambios sociales y de mentalidad del país: “Los ideólogos marxista-leninistas no veían con buenos ojos la idea de que el comportamiento humano tuviera un origen biológico”. Ni más, ni menos (o dadme unas esposas, que decía EHDLCV). Resalta también de distintos personajes como Berhane Asfaw, Suwa, Owen Lovejoy, Johanson, de amigos, colaboradores, enemigos, secuaces y robapiedras de distinta calaña y diarreas varias. A veces, leyendo con interés, no sabes si el protagonista es Ardi o White. Más sobre White: “Para evitar que lo reclutaran y enviaran a Vietnam, White dejó de comer para que su peso estuviera debajo del mínimo exigido por el ejército”. Personaje, geniecillo loco o escapado de manicomio: “Solo quería conocer el pasado, fuera cual fuese. Exigía datos, hechos concretos y fríos, y no tonterías académicas o gesticulaciones teorías”. Y apostilla KP: “En lo que a White respecta, no existe más que una versión de la verdad”. Y con el libro aprendes mucho, la verdad. Sobre dientes (y no solo sobre la muela del juicio); sobre piedras (“La historia de la vida está escrita sobre todo en roca sedimentaria, pero su cronología está escrita en su mayor parte en roca volcánica); sobre carbono 14; sobre la evolución del cerebro; sobre los dedos y sobre el espíritu de Jerry García (vivan los Grateful Dead). Pero también entiendes el odio entre estos tipejos sin escrúpulos, que luchan por su nombre y por lo suyo. ¿Entonces? ¿Con quién estamos? ¿Con los malos o los muy malos? Escribe KP al respecto: “Imaginemos que la evolución humana fuera una obra de teatro. Los tradicionalistas, como el equipo de Ardi, se centraban en la progresión general de la trama, mientras que los cladistas, como Tattersall, lo hacían en el elenco de personajes y sus relaciones: mientras más, mejor”. ¿Y el árbol? ¿De verdad es ese árbol nuestro de todos los sueños? Hay que seguir leyendo: “Nuestra familia no siempre fue tan homogénea. Al menos otros cuatro ancestros humanos arcaicos de todo el mundo coexistieron en algún momento con Homo Sapiens”. Repetimos: ¿entonces? Piedras, huesos, no queda otra, solo podemos robar una cosa porque “los fósiles valen más que mil palabras”. Resulta, entonces, como en el Dirge de Death in Vegas (si no es imposible bailar así), que “los humanos somos zanquilargos, y la longitud aproximada de nuestras extremidades anteriores es del setenta por ciento de las posteriores” (sigamos bailando). Columna, pie, pelvis, problemas lumbares, vértebras. De todo aprendes con este libro, si es que consigues no pararte a buscar información de cada línea, de cada párrafo, de cada recreación. Pero desde la negación ajena se pasó al reconocimiento, porque “poco a poco, la profesión empezó a enfrentarse a la dura realidad de que los hombres más odiados de la paleoantropología podían tener razón en muchas cosas”. En definitiva, un libro con el que aprender muchísimo.
jueves, 18 de julio de 2024
Perder el juicio
En la última frase de la contraportada de Perder el juicio, se puede leer: “Como dice Harwicz, se escribe una novela cuando se está en desacuerdo con el sentido de las palabras, cuando dejar de mentir es imposible”. Cierto, porque todo es mentira. No hay ningún tipo de límite en Perder el juicio. Ariana Harwicz lo deja claro desde la página 12 de esta edición de Anagrama: “Nunca se puede saber de antemano en lo que alguien puede convertirse”. Con el hombre de la camisa verde, siempre se repetía lo mismo: “De tarantinianos a chistes ambulantes”. Todo mentira. Tanta crisis existencial para acabar haciendo actos primarios. Apostilla AH: “No se decide nada a lo largo de una vida, uno va siguiendo con debilidad la propia vida por los caminos que te van indicando, las vas tratando de alcanzar sin firmeza siempre a unos pasos de caer en un barranco, pidiendo ayuda a la persona equivocada, haciendo autostop en una carrera peligrosa, huyendo de donde había que quedarse, quedándose por error”. Como todo es mentira, somos irrelevantes (“Podría no haber nacido nunca y todo sería igual”). Perder el juicio nos lleva a esos lugares comunes de la desesperación, de la huida con rémoras, de las cucarachas que comparten mesa contigo, del pelo en el consomé: “Puedo sentir la desconfianza del cerdo cuando se da cuenta de que lo van a seccionar vivo pero no todavía”. Y siempre nos equivocamos (lo sabemos, y seguimos fallando), y escuchamos como “el sonido de la peor opción de todas ya resuena”. Pero entonces surge el maldito listón (lo que mide, lo que esperamos que mida, lo que mida ponía en las camisetas). Y en ese listón, con ese maldito listón (con y sin Van Morrison de fondo), “tarda mucho la vida en volverse real, a veces nunca termina de volverse real”. Y apostilla AH: “Es que todo termina siendo menos de lo que pensábamos”. Reflexiona AH sobre el miedo (y su cambio de tercio, de bandada, de jauría, porque esta es una novela de caza y evasión, de religión con plan b y sin él, con canciones ausentes y otras que tararear). Ahora, con el jaleo francés (“siempre ha sido el jaleo francés”, decía EHDLCV) no está mal leer párrafos enteros de PEJ (“Todos atentos al color de la piel porque mucho universalismo y multiculturalismo pero para los de enfrente”). No está mal, porque “Francia está destinada a vivir amurallada”. Y luego, el flujo: “Hay que combatir esta adicción porque después de una gota viene el sorbo, el vaso, la botella y la intoxicación de etanol”. Y en esas seguimos, en ese inconformismo (sin capaces de vernos desde fuera): “A nadie le alcanza con el amor convencional”, porque, a final de cuentas (suma y sigue), “el amor es la indefensión máxima”. Y el conejismo llevado al extremo, y en ese extremo, todo mentira: “Cómo cambian las expresiones de los esposos cuando están solos”. Añade Harwicz, con razón total: “Tantas cosas se dicen a lo largo de un matrimonio, tantas cosas se hablan y casi nada es cierto”. Y en ese realismo de Perder el juicio, sobran espejos, porque todo se ve reflejado, absolutamente todo: “No es solo que el amor se fue, es que también se va el ensayo, la repetición, los celos, el sarcasmo del amor”. Y en este títere magistral que no exige mucho tiempo de lectura, no hay espacio para dejar fuera a nadie fuera de la diana (“amar a una madre es como entrar en una secta”). Pero todo es mentira, porque “la vida es a veces un error completo”. Y en esta novela maravillosa, hasta en el final hay píldoras mágicas: “Siempre están los que encubren un crimen haciéndolo pasar por accidente y siempre están los cínicos de su tiempo”. Que no muera el cinismo.
miércoles, 17 de julio de 2024
The Bear. Tercera temporada.
Comienza la tercera temporada de The Bear llevándolo todo al estrés, al reproche, al sermón, al dolor, a la incomprensión, al grito. Cuando todo se lleva al extremo no hay medias tintas. Siempre hay malos. Responsabilidad y éxito, estrellitas en un horizonte deseado pero imposible de pagar. Platos rotos en todos los sentidos. Vasos que hieren. Imágenes que imponen. El intento de explicación de lo inexplicable lleva a los guionistas a tejer enlaces que ni las arañas arquitectas. Pero no siempre lo hacen con triunfo, no siempre hay un Merino para rematar en Merkelandia al final del tiempo extra. Y The Bear, con este tiempo extra (¿sobra todo después de esa cena de la segunda temporada?) intenta alargar una comida que no siempre es digestiva. En este embuste con platos de menú a 115 dólares, no solo todo es mentira, sino que piden mandil limpio y planchado, manos sobrantes, embarazos delirantes y huidas hacia ninguna parte. ¿Y entonces su éxito? Solo se explica con el relato de los hechos, yendo a causas fuera del fogón, a nórdicos escenarios, a bíblicas respuestas (todo tiene una bíblica respuesta, no sé porque recordarlo una y otra vez). Y de golpe, un cuarto golpe, de frenazo en seco, de armarios que vaciar y cuartos que llenar de sofás de segunda mano, de palabras no dichas y cicatrices por hacer, de ollas de dolor y cuentas que no cuadran, de computadoras hechas de nombre y de la explicación de un presente que no se puede explicar. Y en ese viaje, en esa transición de la tortura a la felicidad, resulta que no hay felicidad: todo es estrés, todo es una foto falsa, un correo no contestado, una imagen borrosa que no se puede focalizar (o se puede focalizar y no queremos hacerlo). Y barrigas que pueden explotar, pero esperan al momento exacto para no cortar el relato, para no cortar el hilo de esa madeja que es el bocadillo nuestro de todos los días. Siempre habrá que bajar la persiana, siempre habrá que poner punto y final a ese Imperio bizantino que ni es imperio ni es bizantino, pero que se jacta de ello. Siempre habrá que intentar huir antes del funeral, antes de soportar a la madre mezcla de payasa y borracha (o payasa borracha, que no es lo mismo), siempre habrá que esperar a los cítricos que, con su jugo, envenenan todo el ruido. Siempre habrá que superar lo que somos (“Soy un boceto grabado”). Almax para todos.
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