jueves, 25 de enero de 2024

The Newsreader. Segunda temporada.

The Newsreader vive entre el nerviosismo continuo de los protagonistas y un miedo constante a lo próximo, a lo inevitable, a lo electoral y al chismorreo. Con ese ritmo entre el descenso de un puerto del Tour y los silencios y las miradas de la pareja que lleva el peso del tinglado argumental, empieza con un doble baño electoral que no deja aliento. Una historia bien construida con personajes sólidos, sin fisuras, realizados con precisión de arquitecto. Y esas historias de la tele dentro de la tele dan mucho juego si están a la altura de las mejores finales del Open de Australia. Y esa lucha entre lo que se puede contar o no; entre lo que no se debe contar o sí; entre lo que nos salpica de forma directa o, únicamente, a través del espejo. La sangre no siempre nos toca igual, y, lo que dicen de nosotros, tampoco. The Newsreader nos lleva a la desconfianza que tenemos (hasta sobre nosotros mismos), sobre nuestros jefes, sobre los que nos rodean y sobre los que comparten nuestro manicomio particular, sea verdadero ficticio, sea de índole afectiva o mental. Pero todo es contrapartida en la vida: la familia, los falsos sentimientos y las puertas que se abren sin permiso. Del cotilleo al control editorial solo hay una pieza en ese puzle que no falla en el resorte: el dinero. Ahora que todo es publicidad institucional, nada como recordar las crisis, los colapsos y hasta el Viernes Negro de 1987. Todo es mentira, y nada como hacerlo a la cara de los que supuestamente nos tutelan, o nos quieren, o comparten ADN con nosotros. Pero en la doble visión nocturna, la que no vemos porque no queremos y la que intentamos que otros vean, aunque no quieran, hay venganza. Mete, entre calzador y enfrentamiento, el asunto de lo aborigen que ahora todos los lumbreras sacan a relucir (no hace falta ser ministro, ni buscar un museo cerca). Y, como no podía ser de otra cosa, los jaleos de la monarquía británica. De todo hay en la Asia Austral. Drogas, presión familiar y más alpiste para el alpiste. De todo en la viña de The Newsreader, incluso en ese aspecto tan edificante como el falso corporativismo del periodismo, un nido de víboras que vende a su madre, a su padre y a la niña yonki al mejor postor (o postora, o postore, o Pastore, que iba para estrella del fútbol y se quedó por el camino). Y como todo es mentira, siempre se puede apuñalar antes de que te apuñalen. En cada capítulo deja alguna perlica The Newsreader para que sigamos pensando que hay esperanza cuando no la hay. Y Sabonis si que era una amenaza para Seúl’88, aunque el peinado de Pat Cash era manifiestamente mejorable. Mucho.

domingo, 21 de enero de 2024

El otro lado. Primera temporada.

El otro lado es una historia de fantasmas. De muchos fantasmas. Pero sobre todo de fantasmas contemporáneos. El fantasma contemporáneo, el fracasado, que por no saber, no sabe ni quitarse de en medio; que aspiraba a estrella y se quedó en meteorito; que no tiene vida más de allá de mirar su ombligo y su triste existencia, recibiendo a escondidas dinero de su madre bajo el tupper de la pechuga empanada. También está el fantasma del personaje del éxito televisivo, en el que se confunden, con mucho acierto, Nacho Vigalondo e Iker Jiménez, y que se retrata a la perfección el traje oscuro de siniestros personajes que lo mismo hablan del tiempo, de política, del último poltergeist o de la complejidad de la llegada del gas ruso a Alemania; ejemplo hiperclásico de Principio de Peter que vemos, una y otra vez en los medios de comunicación tradicionales. Además, nos encontramos con la madre que sufre, y no solo por la atemporalidad de su escote, sino por lo raro que la rodea (que es todo, y mira que se acumula lo freak en torno a ella conforme avanzan los capítulos); se puede escribir mucho sobre lo bien que lo hace María Botto, con su indumentaria de vestido corto y deportivos con calcetines tobilleros, pero el zoológico que la rodea no tiene fin. No puede faltar el fantasma de verdad, el muerto que no para de aparecerse (o aparecérsenos) cada día en el momento más insospechado, para ayudar o para joder, y en el que Buenafuente saca al verdadero Buenafuente, al del principio, no al que al final era una bucle repetitivo de desazón contemporánea con traje negro, como si un Vigalondo o un Jiménez fuera. Se suman los fantasmas del revuelo, los que acompañan a los fantasmas anteriores y que no se sabe si dan pena, tristeza o, directamente, llevan a la melancolía. Y hay hechos del pasado que son fantasmas perennes, los que nos acompañan en la memoria o en una cinta VHS pero que siempre están ahí, justo. Lo mejor son los chascarrillos, que por repetitivos no dejan de hacerte de hacerte sonreír. Pero el mundo sigue, como El otro lado, lleno de buenas intenciones.

sábado, 20 de enero de 2024

Billions. Séptima temporada.

Hablemos un rato de piedad. O no. Hablemos de dolores que se alargan innecesariamente. Hablemos de aquellos jugadores que hicieron dos cursos espectaculares y dos penosos. “Todo falló cuando los políticos empezaron a escuchar a la gente. No a gente lista ni preparada. A la gente”. Los padres fundadores, la democracia, la república. “Soy la decisión”. Pero muchas veces, esa decisión, en la que todo es mentira, es la equivocada. Julio Iglesias ha quedado reducido a música de restaurante, pero las decisiones, como las apariencias, antes había que guardarlas. En Billions, no siempre es así. A veces, sin subfusiles, pero con mucha comida china, ocurre. Haga llegar su mensaje y veremos la correspondencia. Siempre es posible descarrillar: “Siempre hay hombres fuertes”. O no: “Quizás no sea tan malo el grito de guerra del vencido”. La diferencia es constante. Hágase querer por un gesto afirmativo, “pero cuesta vivir sin luz solar”. La seguridad no va con nosotros: “No hay nada más peligroso que un hombre que cree que siempre tiene razón”. Viva ese “fango cortoplacista” desde el que no podemos escapar. Y si Cuban aparece (y no es El Séquito), por algo será. O no será. ¿Hilter? ¿Munich? ¿1929? “Si pienso la palabra mamada, quiero poder decir la palabra mamada”. Más: “La calle es hoy una puta guardería woke”. La colección de frases que nos deja Billions en esta séptima temporada no deja indiferente fen ningún capítulo, aunque el inicio es vertiginoso. London Calling. Y de los Clash a los Ramones, y tiro porque me toca, (con foso en el castillo, por supuesto). Y ese camino, el de las candidaturas, es tortuoso y con la voz de TT, más todavía, porque “ser candidato exige aguantar humillaciones a patadas”. Nostalgia al poder, siempre que se disfrute. Viva la incitación a la ira (o a lo que llamemos ira en la tercera década del siglo XXI). ¿Cómo será sentirte “teológicamente contemplativo”? Cágate en el pecado original y todo lo demás será chufla (vulgo, mundo de pecadores). Y la arbitrariedad del “médico, cúrate a ti mismo”. Y no únicamente a las 9 de la noche, ya es de mala educación llamar casi a cualquier hora (o momento), y creer que todo es mentira cuando preparan tus exequias aún cuando estás con los ojos como platos. “No hay conversación más aburrida que aquella en la que todos coinciden”, por eso, precisamente, para evitar la coincidencia, está Billions. Reputación, ego, codicia, miedo y esas palabras que salen en las reuniones de personajes con corbata y traje ceñido: “¿A cuánto se cotiza un alma?”. Y Kareem hablando del crimen que supone “malgastar lo que tenemos”. Quizás el deber sea esperar, pero “la vida es muy breve para soportar un mal café”. En Billions todo es “desastre o momento decisivo”, pero la miopía de lo inmediato nos lleva a ser diseccionados por los de nuestro mismo oficio, por nuestra propia especie. Aviones y retos meteorológicos, amistades puestas a prueba por tormentas políticas y persecuciones. El ombligo del candidato tiene demasiadas pelusas (pelusas ricas, pero pelusas). La culpabilidad y las circunstancias, la ansiedad y el fracaso inmediato. Hágase querer por los lazos que desunen. Equipos rotos. Cicatrices de oro. Misiones que dejan sin hábito a De Niro, porque “cuesta avanzar hacia la presidencia vigilando siempre las espaldas”. Pero “una muerte limpia puede complicarse”. Juega Billions a lo del Orient Express, pero el TAV puede descarrilar. O no. Y resulta que, “en política, solo hay muy tarde o muy pronto”, y se nos ha hecho tarde para eso. O puede que tampoco. En esta colección de Judas, ha sobrado azúcar al final (vaya sucesión de abrazos), pero siempre sacamos algo en claro: no dejar vivos a los enemigos. “Los finales son siempre duros: siempre queda alguien insatisfecho”. Pues eso pasa con Billions, que deja una sensación de desazón, de insatisfacción, de colección de cromos caídos de una superbanda que se reúne para una gira de despedida, pero a la que han ido abandonando hasta los fans más incondicionales. ¡

viernes, 12 de enero de 2024

MANIAC

MANIAC te lleva a la locura (vulgo, Matemáticas), con la historia de matemáticos y jugadores de Go que, a su vez, vuelven una y otra vez al redil de las maquinitas y las locuras: “La matemática era -al igual que casi todos los avances modernos- hostil a la vida”. La historia de John von Neumann es atrayente y, a la vez, repulsiva, porque, como pasa con todos, “en este mundo solo hay dos tipos de personas: Jancsi von Neumann y el resto de nosotros”. He de reconocer que me ha gustado menos que Un verdor terrible (eso ya son palabras mayores), pero es que el listón estaba muy alto (y no me refiero al de la “cítrica limonera”) de la que hablaba el hombre de la camisa verde. Pero desde el principio, Labaut se empeña en meternos en un mundo cerrado, el de unos geniecillos locos que vivían para el avance y el ombliguismo, sin pensar en las consecuencias. Y no tiene problemas BL en repetir la palabra luciferino de vez en cuando: “Ese chico luciferino nos cayó encima al igual que un meteorito, como si fuese el heraldo grandioso y terrible, uno de esos mensajeros celestiales que merodean por la oscuridad de nuestro Sistema Solar, y que la gente supersticiosa siempre ha asociado con grandes calamidades, desastres y plagas”. Todo es matemática en la Historia porque “los resultados de los conflictos dependen de cálculos matemáticos”. ¿Alguien puede poner en duda estos postulados? Labaut nos mete en la postguerra del segundo gran conflicto, en la que la búsqueda de la destrucción total no era sino una obligación aún mayor. Y puesto a jugar, tocaba mirar para otro lado: “Así que nos comportamos como niños e hicimos lo que ellos hacen mejor que nadie. Pretender que nada estaba sucediendo para seguir jugando. El mundo tendría que salvarse a sí mismo”. Labaut habla de las matemáticas como sentimiento y sensación, pero también como fanatismo, aunque “descubrir cimientos es peligroso”. Pero MANIAC no va solo de descubrir cimientos, sino de volarlos, de destrozarlos, de empezar de cero una reconstrucción después del holocausto total. Y en esa ecuación, von Neumann estaba “tan acostumbrado al privilegio que nada salvo lo mejor era suficiente”. Y puestos a imaginar lo que no concebimos (por falta de talento), BL nos muestra a ese ser que no paraba, mente inquieta, cerebro privilegiado: “Su productividad en Alemania resultaba aterradora. Más que un ser humano, parecía una máquina que fabricaba artículos”. Pero Alemania cambió con los nazis, o los nazis cambiaron a Alemania, o los que votaron a los nazis hicieron que nada fuera igual (no se podía esperar, ¿no?), y, por ello, “teníamos que disfrutar de Alemania, hasta el último segundo posible, ya que tenía serias dudas de que quedase algo que disfrutar una vez que los nazis acabaran con ella”. ¿Cómo saberlo? No se podía saber, se podía intuir: “Una verdad indemostrable es la pesadilla de un matemático”. Y puestos a llegar al límite infinito, “la paranoia es una lógica salida de control”. Sobre el nazismo, escribe BL: “La confirmación más cruda de su desencanto total con el ser humano, la prueba definitiva del poder incontestable que la irracionalidad ejerce sobre nuestra especie”. Y no todo el mundo sabe respirar después de que muchos, de golpe, dejen de hacerlo: “Sobrevivir cuando otros han muerto le parecía una desgracia, una vergüenza inconfesable, y esa culpa por el pecado de vivir se sumó al recuerdo del sinnúmero de de pequeñas humillaciones que había tenido que soportar. Porque antes de la muerte siempre hay humillación”. Y en la construcción del nuevo horror (siempre hay uno nuevo), “es imposible predecir las consecuencias y las aplicaciones prácticas de las ideas y los descubrimientos”. El posicionamiento, que decía el hombre de la camisa verde. La perspectiva. Ese momento: “Al mirar atrás, al pensar en lo que hicimos, la gente asume que todos éramos monstruos o locos. ¿Cómo pudimos traer esos demonios al mundo?”. Pero en ese desarrollo, tenemos que saber buscar el equilibrio (y no solo en baloncesto, Monsalve): “Y muchas veces las cosas más letales, aquellas que poseen el poder suficiente para destruirnos, pueden ser, con el paso del tiempo, los instrumentos de nuestra salvación”. Nos hace pensar MANIAC sobre lo que podría ser inevitable, sobre los recursos que utilizamos equivocadamente en errores manifiestos, en rémoras para un futuro imposible: “Si los físicos ya habíamos conocido el pecado, con la bomba de hidrógeno supimos lo que era la perdición”. Solo intentar pensar en multiplicar por 500 lo sucedido el 6 y 9 de agosto de 1945 da miedo. Y pocos años después. E inventar lo que no existía. De eso va MANIAC. De creer en lo imposible: “Los hombres de las cavernas inventaron a los dioses –me dijo–. No veo nada que nos impida hacer lo mismo”. Y apostilla BL: “Una máquina sin conciencia solo puede aumentar el ritmo de nuestro progreso (o acelerar nuestra caída) pero nunca guiarlo”. Y en esa pregunta de inacabable final sobre la IA, Labaut nos da su punto de vista: “Es un porvenir que inspira terror y esperanza. Algunos creen que hay que recibirlo con los brazos abiertos, mientras que otros piensan que debemos resistir a ese sueño alocado y a asegurarnos de que la Caja de Pandora se mantenga cerrada”. Un magnífico libro pero del que esperaba muchísimo más.

lunes, 8 de enero de 2024

Slow Horses. Tercera temporada

Slow Horses, con sus disparos y sus carreras, con su inmediatez que no deja respuesta, supone aire limpio… desde una ciénaga. Está bien, otra vez, eddievedderianos todos, “tragar veneno hasta inmunizarnos”. Porque de eso se trata. De tragar. La vida, digo. Tragar, tragar, y volver a tragar. El problema es dejar de tragar. Alguna vez, con lucidez taciturna (y de la otra), digo de pensar (a los alumnos). Es difícil. Digo de dejar de pagar (todos a la vez), facturas; de sacar dinero del banco; de dejar de ir al IES (¿qué pasaría?). Los caballitos que no van al trote, ni corren, o son del Real Murcia, buscan un plan B. El plan b es un lugar con cajas llenas de lo que llenaba el hijo de la dama de la basura en Murcia, y, si encontramos algo, seguir buscando en otro sitio. O no. Como todo es mentira, mejor es no creer. La tercera temporada de Slow Horses, pone más velocidad al asunto, más mala leche, más sanguinario el momento de matar. Pero es lo que hay, que siempre lo recuerda Joe Crepúsculo en Baraja de cuchillos. O tampoco. En ese deseo perverso (carlosberlanganiano) continuo de llegar al extremo, al límite, Slow Horses siempre es un plusmarquista ejemplar, un verano de entrenamiento, una dieta que cumplir con ropa vieja (o, directamente, sucia). Un show, una escena detrás de otra (rápidas, lentas, y, sobre todo, medio tiempo). Pero no solo es la velocidad. Es el chascarrillo de palillo en la boca, de patata en la escalera, de invitación de abandonar el taxi en el que te subes (nada como no querer a nadie). Si lo de Chernobyl fue una prueba, Slow Horses es el penúltimo test para detectar narcisistas de panceta,, ideólogos del fin que se merecen. Larga vida a los caballos lentos.

jueves, 4 de enero de 2024

El desierto blanco

Al empezar a leer El desierto blanco de Luis López Carrasco no sabía si estaba en un discurso, en un sermón o en simple (bueno, no tan simple) retrato generacional: “El resto de nosotros cumplía con la limitada gama de recursos estéticos que caracterizaba en aquellos años al universitario con inclinaciones culturales y presumible vida interior: entre la trenza y las gafas de pasta, entre las botas de montaña y el piercing”. Y en ese retrato, o sermón, o discurso, LLC añade: “Una tierra de nadie, por así decirlo, entre Ingeniería de Montes y Bellas Artes”. Empecé EDB entre paseos y sueños de mi hija por las calles de Murcia, de pie y buscando silencio en calles que no fueran frías. El libro, pese a un inicio brumoso, se va enderezando conforme va a lo sentimental y lo más cercano (y en alguien que utiliza Mesolítico en vez de Eneolítico lo tengo favorablemente en cuenta). Es una obra que hace pensar, y mucho, porque “el cerebro es perfectamente capaz de conjugar escenarios mentales aparentemente inconciliables”. También habla de becas, de ZP, de bienios ultras y mucho de lo que vendrá, o que creemos que vendrá, y del barniz que le ponemos a todo para no llamarlo por su nombre: “Envolvieron la ciudad en un brillante papel de regalo y desde ese momento no pudo ser otra cosa más que un regalo a nuestros ojos”. No pasé del primer capítulo de Perdidos, pero el guiño (o la etiqueta que se le ponga) a la serie nos hace pensar en el encierro y la evasión, en la espera. Pero como en la ciencia ficción, no queremos crecer, no queremos obligaciones (“quiero la menor cuota de responsabilidad en mi vida” decía Kevin Spacey cuando era respetable y se le podía citar, en American Beauty) porque las obligaciones son preocupaciones (y berrinches, y disgustos, y pesambres). Subraya el autor palabras para definir situaciones (“se movilizan nostalgias imprecisas cuando descubrimos un paraje que nunca más en nuestra vida vamos a volver a visitar”) y subraya también momentos en los que “lo extraño pasa a ser algo propio”. Pero de la noche a la mañana, nos cambia todo y solo queda apechugar (o tragar anfibios) porque “los seres humanos podemos convivir con lo impensable con una rapidez sorprendente”. Siempre le digo a mis alumnos (cuando tengo alumnos que me escuchan, que no siempre pasa), que escuchen mucho a los mayores, y aprendan de ellos. También LLC deja frases sobre el asunto, “porque rodearte de viejos, envejece”, pero yo sigo aprendiendo. Lo que más me ha gustado son las reflexiones sobre la familia (incluida la política) y el arte epistolar vía correo electrónico. Cuando he tenido tiempo en la vida (cosa que ya no ocurre), el diario era una opción para no olvidar, porque nos olvidamos de casi todo antes o después. Escribe LLC: “Para algunas personas recordar es sumar imágenes, pero yo creo que recordar emociones”. Aparecen también la tristeza (también sonora), los lugares sin nombre y el recuerdo a la época estival: “Los veranos eternos y despreocupados habían dejado de ser un refugio para convertirse en un estorbo”. Como buen libro del XXI aparece el pánico (“los miedos deben ser contemporáneos”), lo ficticio e imaginario (“la distopía siempre es reaccionaria”) y algunos diálogos absurdos que pueden ser entendidos como homenajes o, directamente, no se entienden. Y esos encierros de la gente que no es vieja ni joven, que vive con dedicación a “pequeños rituales, intentando también no ser esclavizado por ellos”. Y un asunto recurrente en EDB es el cuestionamiento de la identidad burguesa, de sus límites y de esas preguntas que hay que hacer antes o después: “¿Hay historias de fantasmas en sociedad dónde no existe la propiedad privada?”. Cuando tomo en brazos a mi hija de seis meses y pico en la sala de estudio, le enseño los libros que he leído, y le hablo de ellos, y también de los que he empezado y no he terminado, porque es un ejercicio de recuerdo, para evitar esa realidad de la que habla el autor y que todo no sea “aburridamente predecible”. Y no hay que conformarse, que “el mundo reserva una especial crudeza para castigar a los confiados”. En definitiva, El desierto blanco es un libro que va a más conforme avanza en sus páginas y que llega a tocar el elemento sensible que todavía nos queda. O debe quedarnos.

El ojete pelao

Le he puesto alguna pega al amigo Jesús por El ojete pelao (alguna tilde, alguna ausencia numérica). Por lo demás, hay que valorar el esfuerzo y el que trabajo que hace para publicar tan bien (y encima, con tanta frecuencia), sus tebeos. Aparte de la identificación momentánea que tengo con el protagonista en su visita barística (“con lo que yo he sido”, “¿Será posible? Ya ni desfogarse uno un ratico puede”), me gusta ese tema central del cómic: el ascenso, caída y resurrección del héroe. Pero es que todos tenemos mucho ego, aunque no lo reconozcamos en público o, directamente, nos esforcemos en esconderlo. El ojete pelao pasa por lo que pasamos todos: “Quizá me creí un ser superior por tener un don”. Ponga en don, o sustituya, la palabra que quiera, o el verbo que más utilice, o la virtud de la que se sienta más orgulloso. Y apostilla Jesús, o El ojete pelao, o cualquiera de nosotros: “Pero siendo estrictamente sinceros: ¿Qué artista no se cree de alguna manera singularmente esencial?”. Aunque el mago Ceferino no le da migas a EOP, siempre salimos de página por muchos secuaces del mal con los que nos enfrentemos. Estilísticamente, me gusta el contraste de colores en los juegos de páginas y, más aún, el doble juego en los textos (“aahh, este es el fin, acorralado contra el borde de una viñeta”). Para los que tenemos poquísimo tiempo para la lectura, se agradece el ritmo y la brevedad (no digo el número de páginas, que es demasiado explícito). Yo hubiese dado otra respuesta a esa fotográfica pregunta del “¿Y a mí que?”, pero parece ser que existen las segundas oportunidades, el perdón y las reconciliaciones (ahí, justo ahí, sobró un poquito de azúcar moreno, Jesús con tilde). Quizás no siempre prestamos la suficiente atención a las moralinas que viven en color (“por más desesperados que os encontréis, no perdáis la esperanza, porque siempre hay un caminico oculto entre las matorrales por el que seguir adelante”), pero siempre vienen bien las revoluciones en colores. Un buen trabajo el de Jesús, es creador sin tildes en sus apellidos.