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jueves, 4 de enero de 2024
El desierto blanco
Al empezar a leer El desierto blanco de Luis López Carrasco no sabía si estaba en un discurso, en un sermón o en simple (bueno, no tan simple) retrato generacional: “El resto de nosotros cumplía con la limitada gama de recursos estéticos que caracterizaba en aquellos años al universitario con inclinaciones culturales y presumible vida interior: entre la trenza y las gafas de pasta, entre las botas de montaña y el piercing”. Y en ese retrato, o sermón, o discurso, LLC añade: “Una tierra de nadie, por así decirlo, entre Ingeniería de Montes y Bellas Artes”. Empecé EDB entre paseos y sueños de mi hija por las calles de Murcia, de pie y buscando silencio en calles que no fueran frías. El libro, pese a un inicio brumoso, se va enderezando conforme va a lo sentimental y lo más cercano (y en alguien que utiliza Mesolítico en vez de Eneolítico lo tengo favorablemente en cuenta). Es una obra que hace pensar, y mucho, porque “el cerebro es perfectamente capaz de conjugar escenarios mentales aparentemente inconciliables”. También habla de becas, de ZP, de bienios ultras y mucho de lo que vendrá, o que creemos que vendrá, y del barniz que le ponemos a todo para no llamarlo por su nombre: “Envolvieron la ciudad en un brillante papel de regalo y desde ese momento no pudo ser otra cosa más que un regalo a nuestros ojos”. No pasé del primer capítulo de Perdidos, pero el guiño (o la etiqueta que se le ponga) a la serie nos hace pensar en el encierro y la evasión, en la espera. Pero como en la ciencia ficción, no queremos crecer, no queremos obligaciones (“quiero la menor cuota de responsabilidad en mi vida” decía Kevin Spacey cuando era respetable y se le podía citar, en American Beauty) porque las obligaciones son preocupaciones (y berrinches, y disgustos, y pesambres). Subraya el autor palabras para definir situaciones (“se movilizan nostalgias imprecisas cuando descubrimos un paraje que nunca más en nuestra vida vamos a volver a visitar”) y subraya también momentos en los que “lo extraño pasa a ser algo propio”. Pero de la noche a la mañana, nos cambia todo y solo queda apechugar (o tragar anfibios) porque “los seres humanos podemos convivir con lo impensable con una rapidez sorprendente”. Siempre le digo a mis alumnos (cuando tengo alumnos que me escuchan, que no siempre pasa), que escuchen mucho a los mayores, y aprendan de ellos. También LLC deja frases sobre el asunto, “porque rodearte de viejos, envejece”, pero yo sigo aprendiendo. Lo que más me ha gustado son las reflexiones sobre la familia (incluida la política) y el arte epistolar vía correo electrónico. Cuando he tenido tiempo en la vida (cosa que ya no ocurre), el diario era una opción para no olvidar, porque nos olvidamos de casi todo antes o después. Escribe LLC: “Para algunas personas recordar es sumar imágenes, pero yo creo que recordar emociones”. Aparecen también la tristeza (también sonora), los lugares sin nombre y el recuerdo a la época estival: “Los veranos eternos y despreocupados habían dejado de ser un refugio para convertirse en un estorbo”. Como buen libro del XXI aparece el pánico (“los miedos deben ser contemporáneos”), lo ficticio e imaginario (“la distopía siempre es reaccionaria”) y algunos diálogos absurdos que pueden ser entendidos como homenajes o, directamente, no se entienden. Y esos encierros de la gente que no es vieja ni joven, que vive con dedicación a “pequeños rituales, intentando también no ser esclavizado por ellos”. Y un asunto recurrente en EDB es el cuestionamiento de la identidad burguesa, de sus límites y de esas preguntas que hay que hacer antes o después: “¿Hay historias de fantasmas en sociedad dónde no existe la propiedad privada?”. Cuando tomo en brazos a mi hija de seis meses y pico en la sala de estudio, le enseño los libros que he leído, y le hablo de ellos, y también de los que he empezado y no he terminado, porque es un ejercicio de recuerdo, para evitar esa realidad de la que habla el autor y que todo no sea “aburridamente predecible”. Y no hay que conformarse, que “el mundo reserva una especial crudeza para castigar a los confiados”. En definitiva, El desierto blanco es un libro que va a más conforme avanza en sus páginas y que llega a tocar el elemento sensible que todavía nos queda. O debe quedarnos.
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