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jueves, 29 de junio de 2023
El enemigo. El crimen de la viuda de la CAM. Primera temporada.
Hágase querer por una noticia; hágase querer por la interpretación de una noticia; hágase querer por una incertidumbre; hágase por una familia con rencillas que, salen a relucir; hágase querer por unos periodistas que no siempre nos cuentan todo lo que deberían. En El enemigo nos cuentan un asesinato sin resolver, un lavado que salió caro, un grupo de personas que no siempre se llevaron. O se llevaron, y aparentaban otra cosa. Dejan los cuatro capítulos que escuchamos en El enemigo dudas, razonables y de las otras. También deja fallos judiciales, fallos de instrucción que parecen garzonianos, fallos en el ADN nuestro de todos los días. Y deja puntos suspensivos sobre payasos borrachos que cuentan cosas cuando el caminante llega a sus venas. Hijas, nietos que definen jugadas de ajedrez sobre el final de su propia sangre, individuos que ascienden a un poder que no se merecen. Juezas que mandan, como si del tiempo añadido de un partido inacabable se tratara, repetición de un VAR, el judicial, que tiene incluso más defectos que el futbolera. En definitiva, El enemigo es un podcast que, por momentos, da miedo. Del físico, de no saber si los negocios atlánticos traen al Pote de turno para darle justicia o la justicia viene marcada por un señor con trajes. Con muchos trajes. No sé si me ha gustado más por lo que cuenta o por lo que suponemos y no ha contado. Y al final, cada uno a su casa y Dios en la de todos, que para eso hay una torre vigía entre nosotros. Y de la CAM hablaremos otro día.
jueves, 15 de junio de 2023
Hacia ningún lugar
Llegué a la idea de Hacia ningún lugar y a Miguel Ángel Cayuela (concepto y realización) por dos alumnas, Olga Ballester (acompañamiento psicológico en el ensayo visual) y Gloria Jiménez (cámara y maqueta de video). Al contarme el asunto por teléfono, me parecía una idea difusa, pero con objetivos, aunque lo más difícil al hablar de ella sería hacerla tangible. No es fácil meter en una coctelera a jóvenes, a adolescentes (yo hubiera completado un poquito más esa idea de “adolecer”) y su relación con la ciudad, con lo urbano (con todo lo desagradable y desagradecido que es el urbanismo para muchos, no solo para jóvenes). La voz en off de Rafa Rivera habla de la “observación del espacio que los adolescentes habitan en la ciudad”. Quizás, habría que subrayar que creen que habitan. Los que pasamos mucho tiempo con los adolescentes en los institutos (como es mi caso), nos damos cuenta de que ellos no son conscientes de esos espacios. Zombis ante un espacio que, casi siempre, es adverso: ruido, atascos, falta de equipamientos, espacios insuficientes, movilidad anquilosada, animadversión al cambio y ausencia de imaginación. Nos indica Hacia ningún lugar: “Reflexión sobre cómo la ciudad debería incluir la adolescencia como una etapa fundamental en el desarrollo vital”. Añadiríamos, desde la báscula de la edad, en ese tiempo mecánico, de reloj, que no sería únicamente con la adolescencia. Hacia ningún lugar muestra lugares y calles reconocibles de la ciudad de Murcia, muestra resbalones frente a la delegación gubernativa, muestra plazas de pizza y jardines sin sombra, muestra bibliotecas a las afueras y puentes que separan y acercan a la vez. Mi opinión sobre las barriadas murcianas es crítica porque muchas veces sirven de barrera. He pasado cursos completos con alumnos que, estando a escasos trescientos metros de uno de sus puentes, no lo habían cruzado ni una sola vez. Ni por interés, ni por casualidad, ni por curiosidad. Su mundo, su burbuja. Incluso si desaparecieran, algunos de ellos serían invisibles. Ya que estamos en Murcia, me gusta llevar el asunto a lo cítrico, a lo ácido, y no solo a la “tribu” a la que se hace referencia HNL (o habría que decir tribus). Con bolígrafo rojo también se señalan los “olvidos por el camino”, y que “la adolescencia ha sido negada”. Ese antes y después que es la adolescencia y que tiene límites difusos no es fácil de etiquetar, y yo estoy en contra de toda etiqueta, y como repito mucho en clase, me acuerdo mucho de George Harrison y de su “prefiero ser un exBeatle a ser un exnazi, aunque preferiría ser un exnada”. Los jóvenes borran sus tatuajes como las obras arrancan árboles y adoquines que llevaban décadas y siglos en el mismo lugar. Hacia ningún lugar incide en la forma de deambular, en el objeto de nuestras órbitas por universos de incomprensión y esa forma en que las ciudades hagan que odiemos lo que tenemos alrededor. Recuerdo una reunión con cinco jóvenes candidatos políticos antes de las elecciones de abril de 2019 y la forma de referirse a las ciudades y su absoluto desconocimiento del precio de un billete del centro urbano a una pedanía (1,85 en aquellas fechas). Una de las adolescentes de Hacia ningún lugar (parece anecdótico, pero no lo es), lo dice muy claramente: “Me quiero ir a La Alberca y me tengo que gastar cuatro euros en el bus y me tengo que volver pronto”. Más inconvenientes, rémora tras rémora. Y esos bancos, refugios temporales de camino sin rumbo. Hacia ningún lugar deja reflexiones también sobre refugios virtuales (videojuegos), recreativos (parques), sobre inseguridad (Murcia en toda ella [opinión muy personal]), sobre escapes que creemos que nos salvan de un urbanismo atroz. En definitiva, hay que alabar el intento de Hacia ningún lugar de mostrar los problemas de unas ciudades que no paran de crecer (como esos mismos jóvenes que aparecen en el ensayo) y que no piensan en las carencias de las personas que las habitan. Una buena reflexión extrapolable a otros muchos lugares, aunque las ciudades sean, como el infierno, una cosa muy personal porque a lo que uno le parece atroz a otro le parece maravilloso. Ya se sabe que, en la adolescencia, de la tortura a la felicidad solo hay un paso. Y en la ciudad, también.
domingo, 4 de junio de 2023
El silencio. Primera temporada.
Hay un problema en la ficción contemporánea que se está haciendo demasiado común como es la falta de credibilidad. Buenas historias no se materializan, o no se materializan como deberían debido al exceso de embrollo, al exceso de imaginación. Es ficción, pero llevarla a ciertos límites tienta al espectador a saltar por la borda, a abandonar el barco en mitad de un océano de citas bíblicas e invernaderos que esconden secretos. Demasiada burguesía, demasiada pastillita, demasiado drama televisado. O quizás, en mitad de la costumbre nuestra de todos los días, todo sea mentira y todos nos estemos acostumbrando a la falta de credibilidad. El silencio, bajo unas premisas bastante sólidas, se va perdiendo en una red de complicaciones que hacen a algunos de sus personajes totalmente irreales. O eso es lo que seguimos creyendo hasta el último salto. O hasta el penúltimo.
jueves, 1 de junio de 2023
El affaire Arnolfini
El affaire Arnolfini nos lleva a hacernos muchas preguntas porque “nos gustan el ilusionismo y los juegos de magia”. El cuadro de Jan van Eyck es analizado por Jean-Philippe Postel o, mejor dicho, interpretado desde perspectivas que llevan al que lee a contemplarlo “en la situación que se encuentra el lector de una novela policíaca a la que le faltase el último capítulo”. Añade Jean-Philippe Postel las palabras “enigmático, extraordinariamente bello, sin precedente en la historia de la pintura”. El affaire Arnolfini va de viajes y tablas, de fechas y comparaciones, de imágenes que van más allá de una retina y de una lupa, y va de supervivencia porque el cuadro “escapó al furor iconoclasta de los calvinistas”. Esos 84,5 por 62,5 centímetors de tabla de roble pintada al óleo habla lo que está y no está, de santos de cornudos (San Arnulfo) y de rumores que no se pueden verificar, de padres putativos que no dejan a sus esposas y de animales que una vez aluden a la felicidad conyugal y otras a la lujuria, de espejos convexos y de imágenes que se quedan grabadas y ya nunca se verán igual: “Van Eyck reproduce en él la alcoba con una minuciosidad de miniaturista y una exactitud de geómetra, que alcanzará su grado máximo en el reflejo del paisaje que se ve por la ventana”. Y entre esos “detalles milimétricos”, entre ese “espejo de enigmas” (habla Jean-Philippe Postel de “ilusión, simulacro, visión, apariencia”) mete a Dante y al purgatorio, a la Iglesia y a las velas que lucen de día, a medallones con escenas de Cristo y velas consumidas, a Cristo muerto y a Cristo vivo, a chancos y citas del Éxodo que nos hacen quitarnos las sandalias en lugar sagrado. Seamos partidarios de la teoría que sea, aquí el autor nos lleva a su terreno, a su idea, a ritos y días de cerezas de una primavera o de un verano, a un mediodía entre las diez y las dos, a un día de frío como esos mayos finales que nos sorprenden con lluvias todos los días. O momentos de preparto, de sillas con respaldo que preparan para lo que hay que asumir, de maternidades próximas o de muertes recientes que nos llevan a “la prosaica realidad de las cosas”. Un librito que nos hace ponernos siempre a favor de la fábula, porque “el doble sentido es el motor del cuadro, lo que le confiere su maravillosa y paradójica unidad”.
Succession. Cuarta temporada.
Todos están con jaqueca pendientes del que tiene la operación a corazón abierto. Todos pendientes de alguien que no quiere morir, que se resiste, que no da la última oportunidad por perdida. Pero con Succession lo mejor está por llegar, lo mejor está por esperar. Todos son despreciables, pero siempre, antes o después, aparece una sonrisa o una puñalada trapera. Siempre queda un comodín, una última carta debajo de la mesa. Y de la jaqueca pasamos a la migraña, y de la cirugía final a la convocatoria de gracia. Jalea real para todos, vinagre para todos. “Más serio que una enfermedad”, le dice el gran jefe indio a su círculo de confianza. Siempre hay un dedo que leer, y unos hijos que no van al cumpleaños paterno, y unos perdedores sin plumas ni caballos que se creen comanches pero están vendidos, en cuanto pueden, o se dejan vender, a Custer. Todo mentira, incluido el general Custer. Números y convicción, o falta de convicción, camisas de rayas, diademas de perversión, trajes con color de mierda de gato: todo eso es Succession. Pero de pronto, la muerte que se preveía desde el principio, irrumpe con fuerza, acelera los sucesos, los llantos, la falsedad, el apretón de manos. Todo cambia y todo nos muestra en la crudeza porque todo se va a la mierda. O te mandan a la mierda. Y luego, con la mayor consonante todavía caliente, las vocales se ponen tiesas, sacan un momento las tildes y luego se demuestran como lo que son, las dueñas del alfabeto. Pero siempre hay un idioma superior, con unas tónicas que dejan al resto en gruñidos de libélula mortecina. Y escuchando a The Stone Roses, te crees único, pero no eres único (esa pelea conyugal ya la habíamos visto en HBO, ya la habíamos visto con Tony Soprano). Pero toda esa parafernalia, toda esa lejía para limpiar las mierdas de los pañales sin pañal de los niños ricos, tenía plan B: el plan electoral. En esa octava bomba, Nagaskai sin Anteto aunque nos lleven a Wisconsin, explota porque tiene que explotar. Muchas veces nos han sentado en la mesa de los adultos, pero deberíamos seguir en la guardería. En el jodido jardín de infancia. “No sabemos lo que vota la gente”, aunque lo correcto sería decir que la gente no sabe lo que vota. Las brujas, el fuego, el miedo por lo que vendrá, porque siempre viene algo con lo que salimos perdiendo. Con Florida en aquel horizonte (en el que se pierde todo), siempre da tiempo para ir un trono, y retransmitir (siempre bajo palio), el asunto. La cuestión. El relato. El fuego y lo tendencioso, aunque en un revés cruzado, siempre rolandgarrosesco, todo es posible: “¿Qué tal si te ofrezco dejarte todos los órganos intactos antes de sacártelos por el culo? Lárgate, chusma”. La palabra chusma no se utiliza lo suficiente. Debería utilizarse mucho más. Mucho. Los discursos de derrota y ese momento de perdedor de Connor Roy en el que, vaya novedad, augura lo que augura de la tómbola de elefantes y burros: “El sistema bipartidista zombie corrupto seguirá”. Pero los convertidos, con o sin guerra televisada, parece ser que, en el universo connorroyano, volverán. Pero siempre queda la opción del caos, la opción de no saber, de no anticiparse al diluvio aunque te llames Noé (sin Gaspar): “A lo mejor viene bien una gran dosis de miedo”. El miedo, la muerte, las lápidas y lo que pasa antes de un oficio: “Papá murió y el país es un gran coño esperando que se lo follen”. Pum, pum, que se repita mucho. Pum, pum: “¿China viene fuerte? China ya está aquí”. La Biblia, Poncio Pilato, y personajes que parecían geniales y ahora nos parecen tristes. Y cojan los libros, o los tuits, o las aplicaciones y escriban: “Igual debemos llamar a un historiador, no sé, a un cerebrito, a un sabelotodo, que diga que estas cosas han ocurrido en el pasado y que todo irá bien”. Todo irá bien. Y los ganadores, sacándose la polla en directo, para que todos vean longitud y grosor, aunque sea una puta marioneta (y me acuerdo de Weeds, y los calcetines, y las tuberías, y de sus fotos perrymasonianas): “Yo soy un defensor de la democracia. Pero la democracia exhibe una tendencia de la que debemos desconfiar para convertirnos, en una mera transacción: yo te doy esto, tú me das aquello. Yo he ido suplicando vuestro voto, apostando por el bienestar social”. Y sigue, con la gran mentira, el primero en hablar desde su poltrona recién estrenada: “Todos se han convertido en tiranos gracias al Estado”. Pum, pum, pum: “El modelo que yo sigo no es el del mercado arrasado donde los astutos regatean por el mejor precio”. Ja. Y al final siempre hay un traidor, acompañado de traidora, siempre hay un bárbaro que, en su llegada a Roma, busca concubina o ejemplo de concubina, o consorte y que deja frases a los yanquis para su reflexión: “Como democracia sois tan veteranos como Botsuana”. Como la puta Botsuana. Y claro, en ese duelo, en ese velatorio que parece no acabar nunca, “está todo Tiananmén”. Y crecer, subir, aunque sea “emocionalmente lisiado”. Y es cierto que los muertos pierden influencia (aunque para el chico gallego del PP Piqué todavía esté disponible). Y esos secuaces, siempre tienen un precio, sea o no el collar de oro o tenga una piececita roja para dejar lejos el mal de ojo: “Tú serás mi perro, pero las sobras de la mesa serán millones”. Y el consorte, ahora que el linaje está asegurado, sube su cotización en la bolsa de la bazofia, aunque para algunos siempre será ese pedazo de mierda “que deberían haber degollado en la cuna”. Tie-break, y no queremos comer arcilla, casi como Medveded. Y todo es mentira, pero queremos mentiras que no huelan, que sean agradables, queremos cagar tan fino que no nos haga falta ni limpiarnos, ya sea en la cotización postmortem o en el divorcio: “Sí, yo quiero que sea una cosa agradable. Debemos hacerlo como Checoslovaquia, una separación de caminos adorable y afable”. Viva lo afable, vivo la muerte desde la distancia, viva la hermandad de los crápulas, viva Eslovenia, viva la crisis de las dos semanas en todo matrimonio, vivan los siervos que se despiertan ante la llegada del señor feudal: “Somos una farsa. No tenemos nada”. Y una vez hecho el reparto de las veinte monedas, Judas sigue ahí, y Jesús, y sus discípulos han sido retratados (¿cuál de los discípulos hubiera hecho un selfie en Getsemaní?), y alguien ofrece una mano a alguien, porque todo esto va de comprar (un niño, una empresa, un oficinista para inseminar, un dolor ajeno) y el coche arranca y las derrota,s y no solo las electorales, son vendidas como victorias. Y en Succesion, como en la vida, seguimos deseando que muchos hubieran sido degollados en esa cuna, aunque no sabemos con seguridad si hubiese sido filicidio.
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