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jueves, 15 de junio de 2023
Hacia ningún lugar
Llegué a la idea de Hacia ningún lugar y a Miguel Ángel Cayuela (concepto y realización) por dos alumnas, Olga Ballester (acompañamiento psicológico en el ensayo visual) y Gloria Jiménez (cámara y maqueta de video). Al contarme el asunto por teléfono, me parecía una idea difusa, pero con objetivos, aunque lo más difícil al hablar de ella sería hacerla tangible. No es fácil meter en una coctelera a jóvenes, a adolescentes (yo hubiera completado un poquito más esa idea de “adolecer”) y su relación con la ciudad, con lo urbano (con todo lo desagradable y desagradecido que es el urbanismo para muchos, no solo para jóvenes). La voz en off de Rafa Rivera habla de la “observación del espacio que los adolescentes habitan en la ciudad”. Quizás, habría que subrayar que creen que habitan. Los que pasamos mucho tiempo con los adolescentes en los institutos (como es mi caso), nos damos cuenta de que ellos no son conscientes de esos espacios. Zombis ante un espacio que, casi siempre, es adverso: ruido, atascos, falta de equipamientos, espacios insuficientes, movilidad anquilosada, animadversión al cambio y ausencia de imaginación. Nos indica Hacia ningún lugar: “Reflexión sobre cómo la ciudad debería incluir la adolescencia como una etapa fundamental en el desarrollo vital”. Añadiríamos, desde la báscula de la edad, en ese tiempo mecánico, de reloj, que no sería únicamente con la adolescencia. Hacia ningún lugar muestra lugares y calles reconocibles de la ciudad de Murcia, muestra resbalones frente a la delegación gubernativa, muestra plazas de pizza y jardines sin sombra, muestra bibliotecas a las afueras y puentes que separan y acercan a la vez. Mi opinión sobre las barriadas murcianas es crítica porque muchas veces sirven de barrera. He pasado cursos completos con alumnos que, estando a escasos trescientos metros de uno de sus puentes, no lo habían cruzado ni una sola vez. Ni por interés, ni por casualidad, ni por curiosidad. Su mundo, su burbuja. Incluso si desaparecieran, algunos de ellos serían invisibles. Ya que estamos en Murcia, me gusta llevar el asunto a lo cítrico, a lo ácido, y no solo a la “tribu” a la que se hace referencia HNL (o habría que decir tribus). Con bolígrafo rojo también se señalan los “olvidos por el camino”, y que “la adolescencia ha sido negada”. Ese antes y después que es la adolescencia y que tiene límites difusos no es fácil de etiquetar, y yo estoy en contra de toda etiqueta, y como repito mucho en clase, me acuerdo mucho de George Harrison y de su “prefiero ser un exBeatle a ser un exnazi, aunque preferiría ser un exnada”. Los jóvenes borran sus tatuajes como las obras arrancan árboles y adoquines que llevaban décadas y siglos en el mismo lugar. Hacia ningún lugar incide en la forma de deambular, en el objeto de nuestras órbitas por universos de incomprensión y esa forma en que las ciudades hagan que odiemos lo que tenemos alrededor. Recuerdo una reunión con cinco jóvenes candidatos políticos antes de las elecciones de abril de 2019 y la forma de referirse a las ciudades y su absoluto desconocimiento del precio de un billete del centro urbano a una pedanía (1,85 en aquellas fechas). Una de las adolescentes de Hacia ningún lugar (parece anecdótico, pero no lo es), lo dice muy claramente: “Me quiero ir a La Alberca y me tengo que gastar cuatro euros en el bus y me tengo que volver pronto”. Más inconvenientes, rémora tras rémora. Y esos bancos, refugios temporales de camino sin rumbo. Hacia ningún lugar deja reflexiones también sobre refugios virtuales (videojuegos), recreativos (parques), sobre inseguridad (Murcia en toda ella [opinión muy personal]), sobre escapes que creemos que nos salvan de un urbanismo atroz. En definitiva, hay que alabar el intento de Hacia ningún lugar de mostrar los problemas de unas ciudades que no paran de crecer (como esos mismos jóvenes que aparecen en el ensayo) y que no piensan en las carencias de las personas que las habitan. Una buena reflexión extrapolable a otros muchos lugares, aunque las ciudades sean, como el infierno, una cosa muy personal porque a lo que uno le parece atroz a otro le parece maravilloso. Ya se sabe que, en la adolescencia, de la tortura a la felicidad solo hay un paso. Y en la ciudad, también.
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