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martes, 11 de diciembre de 2012
Galatea de las esferas
Hay Himalayas imposibles de escalar. La vida de Enrique Saorín el protagonista de Galatea de las esferas, es una de esas que merece ser leída aunque no sea agradable. Y sí, hay apartados, hay párrafos del último libro de Rubén Castillo Gallego que muestran lo desagradable que puede llegar a ser el hombre. Muy bien escrito, pero el personaje apellidado Saorín, fracaso hecho definición, es uno de ellos. Nos cruzamos con ellos a diario en el instituto, en la familia, en el autobús. No les vemos. No les preguntamos por su estado de ánimo. Son tipos grises con alma de cabrón.
La mayoría no alcanza lo que quieren ser. Los mineros también soñaban con ser futbolistas y ahí siguen, carbón arriba, carbón abajo. Saorín es un sueño estúpido, un conserje de instituto que se cree con autoridad para escribir y para matar, que se cree con la potestad de rajar de su padre, y de su madre, y de su tío, de toda su única familia. Y de pequeño, como nos retrata Rubén, un acomplejado, un limón (omnipresente el cítrico celestial en esta novela) en putrefacción a los pies de un árbol moribuno. Y hace tiempo qeu hubo personal que se dejó engañar por Kitaro (dejaré de ejercer de periodista musical cicutero por un rato).
No quiero extenderme, que las botellas solo acaban en los hígados inapropiados y en fondos marinos contaminados. Me gusta el juego temporal que tiene el libro, esa cronología que ya hubiera querido usa así Marc Bloch. Me gusta el retrato de ciertas alumnas de anteayer, de ayer y de hoy, antes y después de Wert. Y me gusta (no se me malinterprete) el desprecio que hace de la familia a la hora de describirla. Uno de los errores de la postmodernidad es el uso de los eufemismos, ese puto hecho de no llamar a la estupidez con esas nueve letras. Intento explicarme pero sin destripar Galatea de las esferas. Hay muertes que, aunque inesperadas, son necesarias. No hace falta que las celebréis (yo tengo apuntadas varias, entre ellas la de una profesora de matemáticas viejuna que posteriormente fue compañera y que me hará deleitarme en un Amazonas etílico sin parangón) pero que no van a ser lloradas. Y el protagonista, en eso, pertenece a ese selecto grupo de sibaritas funerarios.
Juntaba antes unas palabras sobre la importancia cronologócia. Quien sostenga esta Galatea de las esferas entre sus manos observará que el poco tiempo que es feliz Saorín (o mejor dicho, que cree que lo es). Hay etapas, incluso momentos (como diría el gran Manuel Alcántara, "la inminencia debería durar como mínimo lo que suena un himno nacional") en que creemos que somos felices. Y creemos que la amistad es amor. Y en ese caso, en el amor, en poseer lo prohibido, tiene el problema el señor conserje, en la confusión enfermiza, en la pasión malentendida, en el error generacional. Y en que tiene dos joyas que no observa, que no alcanza a entender su significado, como son los personajes de Cristina y Clara. No digo más, que yo de momento, no me apellido García y no cuento argumentos a mi reducida audiencia. Simplemente, constatar que hay momentos en los que deseé dejar el libro, sobre todo al final, sin terminar, porque no quería que me cayese bien el tal Saorín, aunque al final no sé si tuve éxito en esa empresa. Imprescindibles las primeras 183 páginas, que enganchan y crean adicción, aunque yo pondré todas las novelas de Rubén Castillo Gallego en comparación con Las grietas del infierno. Y todo lo demás
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