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lunes, 16 de junio de 2014
Juego de tronos. Cuarta temporada
Nada como un día después de la Celebración católica del día de la Santísima Trinidad para acabar de ver la cuarta temporada de Juego de Tronos. Entre tanto espíritu, las relaciones padre/hijo de la dinastía más cafre se ponen bastante tibias. Calientes de más. Jodiendas con vistas a la bahía, cajas con agujeros, putas muertas, perros abandonados, calvos traidores, hermanas perversas, dragones y candados en mitad de unas catacumbas húmedas y un muro, y un cuervo de tres ojos, y la nieve como denominador común de una operación matemática que nunca cuadra. Lo dicho, siempre hay que ponerle imaginación a Juego de Tronos, con o sin la Aguja afilada. No envenena lo que quiere, sino lo que puede. Las brujas siguen mandando mucho, más de lo que parece. No hay San Valentín posible en Juego de Tronos porque los matrimonios casi siempre acaban mal. Y las palomas, como las gaviotas genovesas o no, siempre la cagan y molestan y deberían estar muertas. Los libros bajo llave, los gigantes heridos o muertos. Demasiado exjugador de baloncesto metido a actor. Cuando hay posibilidad de acompañar a alguien en Juego de Tronos, es mejor pensarlo, es mejor no acompañar. ¿Buenos momentos en esta serie? ¿Cómo definimos buenos momentos en una serie? ¿Qué momentos vuelven a nuestras neuronas después de 40 capítulos? ¿Sangre? ¿Barcos? ¿Huídas? ¿Esqueletos? ¿Mandíbulas rotas? ¿Cuentos a niñas de caras fúnebres? ¿Velatorios privados de leña? Las flechas, los retretes y todo lo demás.
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