Hace 39 minutos
viernes, 10 de diciembre de 2021
Servant. Primera temporada.
Me cuesta el miedo. Creer en el miedo. Tener miedo en la ficción. También en la realidad. Y llevar eso al papel o a las 625, o al cine, e interpretarlo, más todavía (si fuera posible). Pues Servant, pese a mis reticencias, me ha enganchado en su primera temporada entre platos masterchéficos y golpes de cilicio, entre pelirrojos que comparten material genético y doctoras que no son doctoras, entre padres (casi) siempre ausentas y sectas que se comportan al son de las sectas (si hicieran lo contrario no serían sectas). El tiempo de verano (el del calor y el que cantaban The Sundays) necesita ventiladores y ventanas abiertas; la enfermedad mental, la locura, la enajenación, no tiene solución. Decía el concejal Bartolín (ya venido a menos, no sé sí llegaba a un 70% su peso corporal de cocaína, pero casi) que los dependientes no se reinsertan, que eso es imposible. Totalmente de acuerdo. ¿Qué nos lleva a ver lo que no vemos y a sentir lo que es imposible sentir? ¿Cómo podemos operar imágenes no reales y transformarlas en creíbles? ¿Cómo puede la cebolla convertirte la cebolla en magnate? ¿Cómo un gilipollas con ínfulas sale en la tele insultando a aspirantes a estrellas que cabalgan en caballo sin herraduras? Servant, aunque a veces va a rienda suelta y, a veces, a fuego lento de sopa de pescado casera, puede llegar a hacernos pensar diversas hipótesis sobre la misma anguila viva: todo es mentira, incluso la langosta (vivan las plagas bíblicas, vivan los bautizos de farsa, vivan las habitaciones impostadas, vivan los zanahorios que fingen ser unos tipos que no son. ¿Intentamos pasar un poco de miedo aunque no podamos creer en el miedo? Pues Servant lo consigue, desde el principio mostrándonos primeros planos de caretos desafiantes (paletos, que cantaba David Summers), coherencia que no pierde del episodio 1 al 10, salmo tras salmo, que hay que interponer algo entre primera y segunda lectura en la misa diaria de la villa del dolor existencial. Da gusto ver episodios de media horita, sin tener que parar el aparatito de televisión para hacer caso a la glándula prostática. Orgullo de lo que está bien hecho, debería poner al final de los créditos. Hacía tiempo que no veía algo tan redondo, algo que de verdad no se va por las ramas ni estira el clorofílico chicle de turno. No es original, ni falta que hace. Todavía hay esperanza: creo que, pese a mi edad, puedo empezar a tener miedo y no solo cuando es domingo por la noche y pienso en la primera clase con los alumnos de un lunes de mierda.
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