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lunes, 23 de mayo de 2016
La edad media
Llegó a mis manos La edad media cortesía de Don Andrés Serrano, que fue compañero cuando no peinábamos canas de Leonardo Cano. Las novelas sobre compañeros de clase, ya sea de colegio, instituto, universidad, colegio mayor, hospital o penitenciaría, siempre nos traen recuerdos. Demasiados recuerdos. Unos idealizados, otros directamente que no queremos recordar. Fuimos proyectos paternos convertidos en chistes ambulantes en muchos casos (otros fuimos al infierno del interinato docente de por vida, pero eso es otro cantar de gesta y el Cid lleva muchos siglos muerto y es políticamente incorrecto sacarlo en una conversación en España en el siglo XXI). Pero dejemos al Cid para otros menesteres, que los tres protagonistas sobre los que gira La edad media no están para juramentar ante Santa Gadea, sino para contar sus andanzas de instituto, sus cuitas sin Werther en la ciudad de la Justicia, sus conversaciones vía chat con la novia de turno. El pasado es imposible olvidarlo, siempre nos lo cruzamos por la Trapería de turno. Llevaba tiempo sin meterme entre las retinas un libro de Candaya desde que en 2008 leí El círculo de los escritores asesinos, y, en parte, utópicamente, este libro me hace acordarme del escrito por Diego Trelles Paz. Pero en La edad media, se mezclan sinsabores continuamente: derrotas diarias, derrotas cotidianas, derrotas de las de toda la vida. En primera persona masculino singular no me gusta acordarme de la época de los institutos. Facebook ha hecho que nos reencontremos con individuos con los que no hubiéramos vuelto a hablar en la puta vida. En la puta vida. Y, generalmente, esas reuniones, ese gusano, acaba mal, acaba en infección multiorgánica, en jodiendas con vistas a unos Urrutias malolientes. Tres tipos que antes o después cruzarán sus caminos después del instituto de turno, cada uno con su diablo personal, cada uno con una diana en su espalda, cada uno con un medicamento en la recámara antes del jamacuco de turno. ¿De verdad sirven vino, cerveza o champán depende del móvil que te vea el camarero? En fin, que todos recordamos del mismo instituto a los hijos de los profesores, y las etiquetas y los motes adjudicados de por vida. El problema es escoger el camino: la carrera con salida. ¿Es mejor estar cuatro años dejándote unos cuernos injertados para luego hacer una selectividad que te lleve a una carrera sin futuro? ¿De verdad? ¿No es mejor estar todo el día zumbado y mentir sobre todo? Fauró, Moya y Gómez (con y sin mote), sus andanzas, muestran una perdida continua, un estilo de vida impuesto: por la familia, por los estándares de lo que hay que hacer aunque no guste, por copiar a los demás. Y luego aparecen las mujeres: la niña del instituto por la que todos soñamos y nos pajeamos, la jefa del trabajo, la suegra borracha que todos querríamos. La edad media es la mentira institucionalizada: pasamos años, pasamos páginas de libros, pasamos semanas intentando ser quienes no somos. En mitad del copia y pega, todo es mentira hasta que nos rompen un vaso de güisqui en la cabeza, hasta que nos nombran de otra manera en un coche mientras hacemos juegos malabares, hasta que alguien decide que no lleguemos a la fiesta en la que se juntan los antiguos miembros de la promoción más cutre o más socialmente no retrasada de la historia del San Juan Bosco. Y todo lo demás.
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