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miércoles, 14 de junio de 2017
Los peces de la amargura
Tenía escrito un texto sobre Los peces de la amargura de Fernando Aramburu. Lo perdí, como tantas cosas se pierden con el terrorismo (de cualquier etiqueta o Estado). Tenía ese texto, escrito en sus comienzos un día de otoño que era fiesta en Cartagena pero no en Murcia (es lo que tienen las patrias que no conviven, que todo lo sacan de contexto). Tenía un texto en el que me acordaba de mi compañero de clases entre 1993 y 1996, Josu Iturbe Abasolo, al que nunca le pregunté el motivo por el que sus padres vinieron a vivir a Murcia en aquellos años de atentados y en el que dejaron su Basauri natal. Tenía ese texto que empecé a escribir en un hospital cuando acompañé a mi padre al Universitario Virgen de la Arrixaca. Escribo todo esto porque en el primero de los textos, el homónimo de este libro, aparecen idas y venidas a hospitales, viajes en autobús como el que hicimos mi padre y yo ese día hacia el lugar de Don Juan, hay padres que son receptivos con sus hijos, hay madres exigentes, hay parejas que dejan de ser parejas por culpa de atentados, hay matrimonios que no se llegan a celebrar porque todo se acaba. Con el terror, todo se acaba. No hay medias tintas. Nunca. No se puede olvidar. Nunca. También hablaba en ese texto de Los días humillados de Rubén Castillo Gallego que, curiosamente (nada de casualidades, que las casualidades no existen), empecé también a leer en un hospital un día de Navidad que acompañé a mi madre a otro centro sanitario. Y Madres es el título de la segunda parte de Los peces de la amargura, madres que justifican la venganza ante los españoles de mierda. Cromo por cromo, que hay fútbol este domingo mientras mi madre plancha. Lo que hay que hacer para crear "el país de los sueños". El gris de todos los días. Los llantos en el retrete. Los niños, los psicólogos que cagó Piaget y todo lo demás. Y huir para poder (sobre)vivir, respirar sin disfrutar, escapar para vegetar. En la tercera escena, en Maritxu, comienza FA reflexionando sobre la muerte de los niños. No de los adultos. De los niños. Y los curas defendiendo el cotarro etarra desde el altar, desde la catequesis, desde la confirmación y el bautizo. Agua vasca para bautizar a los futuros héroes de la Patria Nacional Vasca. Audiencia Nacional y represión facha. Hay que vender la moto. Y otra madre que purga los 28 años de cárcel del héroe de turno. Pinchos y vinos para todos, que paga el alcalde secuaz del jefe que hablaba de los chicos de la gasolina. ¿Súper? ¿Normal? ¿Sin plomo? Quemar banderas españolas con súper, normal y sin plomo, que ardiera bien. Retratos gernikianos del héroe por todo el pueblo. Tamaño XXL, por doquier, para almidonar el infierno vasco si hiciera falta. Homenajes con pasamontañas, que con pasamontañas y con el tiro en la nuca somos todos muy valientes. Tenemos, dentro del pasamontañas, más cojones que el caballo de Espartero. Verdugos por el bien, en plan Medievo, que los orígenes son los orígenes. Y pedir al loyolano (o como se diga) santo que sacara al hijo de la cárcel al menor tiempo posible, que el cura era intermediario de los héroes, que en sermones, letanías y rezos estaban presentes. Siempre. Casi como José Antonio un 20N en casa de un falangista. Como me decía el hombre de la camisa verde, lo primero que pintan los críos de los etarras son las hachas y las serpientes. Ni Gaudí, apostillaba el bueno de Ginés Caballero, que en paz descanse. Tenía memoria el jodido auxiliar jubilado. Pero eso son otras cuitas, otras historias. El cuarto Getsemaní se titula Lo mejor eran los pájaros. Ratas del aire y esas cosas que diría Joaquín Reyes. Y a contar vacas, y ovejas, y lo que hiciera falta. En el día que cambió tu vida te acuerdas de anécdotas, de almuerzos en casas ajenas, de cajas de lápices, de jodiendas con vistas a la bahía. Siguiente escena, La colcha quemada. Mirar para otro lado cuando arde el balcón del vecino del segundo, cuando esos geranios de ese segundo balcón queman su existencia. Pero lo importante es no entrar, no meter(se) en política. No vaya a ser qué. No vaya a ser. No vaya a. No vaya. No. Y habrá que decirle al vecino del segundo, al de la fábrica de muebles metido ahora a concejal, que se largue del edificio. No vaya a ser qué. No vaya a ser. No vaya a. No vaya. No. Siguiente estación, siguiente parada, Informe desde Creta. ¿Todos los hombres con pintas de inteligentes esconden secretos? Vaya usted a saber, no son horas para ese tipo de preguntas. El problema son las respuestas y llegar al centro del laberinto, y no poder salir, o no querer salir, y buscar sucedáneos, buscar un plan hache que preceda al jota. Ver morir a tu padre a quemarropa cuando eres un crío y poder vivir. Poder dormir. Poder respirar. Poder. Bueno. Abro paréntesis, como decía antes en mis clases, tanto o más que decía el profesor Chacón en las suyas. He aguantado 130 páginas sin llorar, pero ya tengo que llorar. Cierro paréntesis. De los que te dejan sin aliento y con lágrimas. Siguiente estación, Enemigo del pueblo. Al que señalan en el bar. Incluido el cura, el cura siempre jodiendo. Si todos lo dicen, algo de verdad será. Chivatos señalados sin pruebas. Jodidos hipócritas que te ponen en una diana. Decía Pepe Perona que "no hemos sido educados en la altivez del suicidio". No. Es cierto. Pero cuando te llevan a la desesperación, cuando meten pájaros muertos en tu buzón, cuando no le venden carne a tu hija en la tienda, cuando tus compañeros de timba te advierten, piensas en lo peor. Y lo peor es una cosa muy personal, como ese cura hijo de Satanás que es un etarra más. Con sotana, pero un etarra más. Golpes en la puerta es el siguiente capítulo. Habla de cárceles y de personas que no responden, de calendarios que hay en los suelos y de ruidos de uñas. Y ser un preso F.I.E.S. ¿De verdad eso era legal? O como escribió Tarrio, "la cárcel dentro de la cárcel". Esa cárcel donde no tienes espejos, donde los muertos no te escuchan, donde purgas por tus juegos y tus muertos. Y los muertos de los demás. Y por los muertos que un tipo de Francia dice que tienes que conseguir. En la siguiente escena, El hijo de todos los muertos, se reúnen imágenes y sonidos, chasquidos y ruidos de balas con 14 años de duración que siguen en el oído de la mujer que fue tiroteada en su coche junto a su marido y del recuerdo de la guerra civil otra vez. La vida hace extraños vecinos, que gente que salva vida a gente para que los descendientes del otro maten a los de uno. La siguiente estación de parada es Después de las llamas, donde dos ingresados en un hospital charlan y se muestran, cada uno a su modo, reales, falsos, con miramientos y distancia. La distancia, siempre la distancia. Y todo lo demás, también.
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2 comentarios:
http://burbujaplanetera.blogspot.com.es/2009/11/los-peces-de-la-amargura.html?m=1
El humo de esa cortina es alargado y alto
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