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sábado, 1 de diciembre de 2018
Arde Madrid. Primera temporada.
Garrafón. Momentos de garrafón para una camapaña de publicidad (des)proporcionada. La verdad es que nadie sabía en 1961 quien era Isabel Perón. No. Ava Gadner, sí. Pero Isabel Perón, no. Pero bajo esa apariencia de fiesta continua seguía la miseria y el oscurantismo, las tradiciones envejecidas (peronísticamente hablando) de buscar al torero o al bailarín de turno. Decepciona Arde Madrid porque tenía un abanico de posibilidades más amplio. Oportunidad (des)aprovechada. Quizás han querido contar el des(madre) y ha sido un desatino. No lo sé, pero esa es mi impresión. Arde Madrid no termina de coger llama. El intento flamígero de sacar el polvo y levantar las alfombras del franquismo se queda ahí: en intento. Joyas, generales, preñados y abortos, perros y perras que no ejercen de tales, 55 días en Pekín dos años antes de su rodaje, una cabra, gitanos con pretensiones, gitanas esposas de gitanos con pretensiones, llantos por Papá Ernesto, hijoputas que hacen lo que sea por salir adelante en la España del 61 como lo hacen ahora en 2018. Suena el Pescaílla, suena Manolo Caracol, suena Pete Rodríguez, suena Dolores Vargas y suena lo que tiene que sonar. Hay momentos de chascarrillo continuo, de piedras antiguas y diamantes desaprovechadas. ¿Por qué se tuercen las historias en un momento determinado? ¿Por qué una buena historia no se desarrolla como debería? Conferencias, llamadas telefónicas para dar disgustos, los chicos del Duque de Ahumada y gritos de Perón cabrón. No sé yo porque no utilizar el talento para buscar la perfección y no hacer aidísmos sin motivo aparente. O tal vez sea yo el equivocado, el que ha perdido el norte, el que no valora el esfuerzo que supone sacar adelante este Arde Madrid. Todo es mentira, como el franquismo, como una época que no existió, como fiestas de martes que molestan al vecino de abajo, sea o no general. Y todo lo demás, también.
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