Hace 3 horas
lunes, 14 de febrero de 2022
La flecha del miedo
No me gusta subrayar los libros y eso a veces me juega malas pasadas. Dejé un 7 de octubre de 2021 la lectura de La flecha del miedo de Miguel Sánchez-Ostiz y de otros tres libros que llevaba en danza. Me entró el bajón, me fui unos días a Totana y luego no volvió la normalidad, si es que tenemos algo parecido a la normalidad en los dos últimos años. Ese viaje, huida y escape de La flecha del miedo se quedó en un cajón, y perdí los apuntes que iba tomando de esos cuatro libros. No sé si quedaron en Totana, en La Manga o en Murcia, o se los llevó la señora de la limpieza para mejorar su castellano, o se quedaron olvidados en una estantería del instituto. No lo sé. Me fastidia perder esas líneas, pero me quedé por la página 300 y por esa seguí. Y justo ahí, aparece algo paradigmático: “Pero tampoco hay que meterse mucho en las cuevas a ver qué hay dentro porque puede uno encontrarse fácilmente con lo que no quiere”. La flecha del miedo me ayudó a sobrellevar un inicio de curso caótico y decepcionante. No se puede confiar en la gente. Piensas que por trabajar años con alguien se puede confiar, pero es todo lo contrario: justo ahí llega la decepción. Siento no escribir de La flecha del miedo como lo hice de Las pirañas en dos ocasiones. Cuando tenga ánimo para una relectura lo haré. La relación que tenemos con los libros es muchas veces contradictoria. Nos ayudan, pero, a veces, tenemos desconsideraciones con ellos. En ocasiones, charlando con los alumnos (cuando se puede), hablo del disfrute de las relecturas. A veces no lo entienden, pero otras te dicen que algunos lo hacen constantemente de sus libros preferidos. Lo dejé un 7 de octubre y volví a La flecha del miedo un 22 de enero de 2022. Y parecía que solo tenía recuerdos difusos de esas primeras doscientas y pico largas páginas: la maleta, las voces de unos y otros, el local que abrió y cerró, las amistades perdidas, las persecuciones, el horror, las conversaciones con pares e impares. Ahonda La flecha del miedo en el tema de la desconfianza y en la falta de verdad: “Mentira y dos a pares, como casi todo lo que tiene que ver con el zoco de la memoria: mentira”. También se habla del desamparo y de lo que dejan los demás cuando se van rápidamente, por el camino del abandono, del suicidio. Ahora que todos sabemos, o creemos saber, sobre el comportamiento de psiquiatras y psicólogos, yo repito mucho aquello que me decía el hombre de la camisa verde: “El número de suicidios sería menor sin tanto psiquiatra que te vende humo”. Y mucha razón tenía. Me gusta eso de la “panda de aldeanos críticos”. Y recordar frases que se decían, de tanto en tanto, como lo de la ética republicana andaluza, y analizar a los amos del cotarro y recordar, entre memorias obtusas, momentos brillantes de literatura con la que disfrutar. El problema de La flecha del miedo, como el de otros libros, es que no quiero que se acabe. Voy por la página 332 y me da pavor, como conducir, que se acabe. Más frases que me recuerdan al hombre de la camisa verde, como aquello de “buscando la humedad corrosiva de la losa”. Las ganas de vivir se tienen o no se tienen, pero, por mucho que se busquen, no se encuentran. Miras al cielo, en mitad de Carlos III o en ningún sitio, tampoco Aljucer vale, y no encuentras ni chanfainas ni estrellas de agosto. Y, en mitad de la nada, encuentras frases con las que crees reconfortarte o pensar que compartes momentos con otras personas: “Yo qué sé en que demonios crees cuando la depresión te acogota”. Es verdad. No sabes. No encuentras salida, y “sigues andando en redondo por el fondo del pozo”. Lo de regar mandrágoras no lo había oído nunca, es verdad. Y me gusta la comparación de la oposición y de la vida, del temario y los amaños, de la andada y las venidas. El hombre de la camisa verde hablaba de sopas mudas en vez de sopas sordas, pero todas son raras (también la del miedo), la verdad, todas “palabrería de charlatán”. Es verdad que algunos no sabemos vivir, no tenemos entrañas, no aguantamos lo que tenemos que aguantar. Y los venenos, con o sin rebabas, son triquiñuelas, pensando (o sin pensar) en si hay un mañana o un hasta luego, López. Y las naderías, y aquello que no hay que tener en cuenta y lo que sí, y ese “escepticismo de confitura” en el que mirarse en el espejo, y adoquines desgastados por suelas que buscan solución o puerta grande de la taberna, y cargados hasta las amuras todos somos mulos de carga. O no. Y esas “armas del desprecio” desde las cuales todo es distinto, o nos volvemos locos y esas jaranas que acaban en alboroto, y no pensar en la muerte hasta que piensas en ella continuamente. Y en esa “murga fina de perdedor nato”, te haces muchas preguntas y, como en Juegos de guerra, “la única manera de ganar es no jugar”. O sí. Hay que jugar e intentar no perder, o como escribe Miguel Sánchez-Ostiz en este libro, “vivir es perder y arrear con las cajas perdidas y su recuerdo preciso”. Me gusta, aunque me recuerda un poco a Murcia en su provincialidad, esas forma de describir el espionaje de los pueblos, esas paredes que oyen, ese “enemigo acecha”. Y no sentirse nada, o nadie, y saber que estamos de paso. Eso también lo describe bien Sánchez-Ostiz: “Hay gente que desaparece de nuestra vida y que sabemos que es para siempre”. También nos hace pensar La flecha del miedo sobre las agonías (largas, peligrosas) y de los individuos que esperan en las esas esperas. Y la enfermedad, y las esperas en los hospitales y los manicomios, y los reproches de las familias (llámese Nico o Camino, o el que tú quieras), y la ronda de la muerte, el peligro continuo, la conciencia de lo que está por llegar, y el tratamiento, y las mañanas bien cargadas en todos los sentidos. Y en ese celofán del dolor, siempre hay preguntas que cuesta responder, y esos aldeanos críticos que son legión o minoría, pero que están ahí. No había leído nunca eso de la campana de madera, aunque si lo que “a veces recordar da vahídos”. Mejor no recordar, mejor no coger las botellas de los estantes superiores, mejor aguantar de la manera que se pueda esa “intoxicación de amargura”. Subraya Sánchez-Ostiz que no siempre estamos acertados con nuestros recuerdos, que muchas veces son brumosos, o, directamente falsos, inventados. Y copón de Bullas, y todo lo demás. Y en mitad de la comedia, sea mala o regular, hay veces que solo queda aguantar, seguir, mantener la locura y el delirio de todos los días, inventando o trajinando embustes para llegar al mañana. Y en esa historia, novela de la vida, hay sermones que ayudan y otros que matan en vida, otros que son venganza y desamor. Y lo cotidiano de los venenos, de esa sombra que te llega y se queda contigo hasta meterse en tus entrañas. Y Tobías y el arcángel y todo lo demás. Y las revanchas pendientes, y la amargura eterna, y ese momento en el que, como indica el autor, “pasaba de la ironía al sarcasmo y de sarcasmo al comentario amargo, al rictus de la vejez prematura que todo lo demás enmascaraba”. Palabras mayores. E intentar sobrevivir, con comercio y bebercio, y con una depresión que nunca acaba. Y los personajes dañinos que se cruzan en nuestra vida y con nuestra familia (y que siempre han estado ahí, y ahora parece que se reproducen), y con los que hay que tragar, aunque quieran “hacer daño por deporte”. Y exorcistas varios, con los que te cruzas antes o después, quieras o no quieras, directa o indirectamente. Y ese final de entierros y ciudades, de marchar y volver, de enclaustrarse y encerrarse, del mus y los truenos, de toda la Biblia que sale a relucir. La flecha del miedo, un libro impresionante para reflexionar sobre errores y vueltas a la realidad, sobre el día a día y la depresión, sobre las losas que nos caen encima y de las que tenemos que sobreponernos. Lo acabo de terminar y ya estoy pensando, como me pasó con Las pirañas, en releerlo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario