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domingo, 11 de septiembre de 2022
Brockmire. Primera temporada.
Cuando llega el colapso, no hay control. Hay veces, demasiadas veces, que pasamos un Rubicón y no recordamos ni el río, ni su ubicación exacta, ni si el agua estaba fría, tibia o era agua seca, que entre Galicia y Portugal encontramos de todo. El Segura también es mierda pura, pero ese es otro Rubicón del que hablaremos más tarde. Brockmire nos mete en sus primeros minutos en un despiporre de cabina de retransmisión deportiva. Un narrador dándole a la botella entre carrera y carrera de béisbol despotricando de su cornúpeta situación recién estrenada. Y de ahí, a los infiernos, al destierro, al paso de las grandes ligas a asiáticas competiciones de bichos varios. A cada Unamuno le toca su Fuerteventura, que decía el hombre de la camisa verde. Y es recuperado, en parte, para formar parte de un enjambre de decepciones y sueños, de gordos jugadores que engullen bolas en sus barrigas y de viejas glorias que conocemos por ser acompañantes de Teresitas, de dueñas de bares y equipos, de gente sin rumbo en una ciudad olvidada de la mano de casi todos. Brockmire nos pone en la disyuntiva de creernos dueños de nuestro destino, pero hay penitencias que parece que no acaban nunca. O casi nunca. Hágase querer por una jefa que sirve y dispone una estancia en ningún sitio en partidos que casi nadie ve y con un recreo demasiado alcohólico y al cincuenta por ciento de valor. O sin valor. Mera subsistencia, mera supervivencia, mera escala temporal entre eslabones de dolor muy particulares. “Cuando Dios se retire, lo menos que pueden hacer es aplaudirlo”. Hay frases que subrayar y otras que olvidar al momento: “Haz lo que tengas que hacer para cumplir lo que puedas cuando puedas”. Tampoco se trata de hipotecar lo que no es hipotecable. No podemos vivir sin deporte, pero tampoco podemos quedarnos ajenos a lo que nos rodea. Queremos matar a mucha gente que tenemos cerca, pero no podemos, Salva. Me lo decía mucho el hombre de la camisa verde, que solo estaba preocupado por morir, al menos, un día después que su madre. “La ignorancia ya no es una opción para mí. Tengo que saber todo y tengo que saberlo ahora”. Estimulantes, depresión, días que son demasiado largos y, como decía EHDLCV, “demasiadas buenas” las que tenemos al alcance. Al jodido alcance. La mejor manera de irse no es siempre una opción. No siempre. ¿De verdad no sabes el modo en que se realiza la gelatina? Piénsalo antes de comerla. O no. No lo pienses: “¿Qué clase de criatura no mata a su presa para luego usar la ciencia para privarlo de su propia esencia de vida?”. Debería ser de otra forma, de una manera en la que la escapatoria fuera posible, o por menos, que hubiese un intento para ello: “No hay nada decente en los seres humanos”. O dicho de otro modo: “Viva la ausencia de alma”. En la mayoría de seres, ni alma ni intelecto ni nada que se le parezca al intelecto: bisontes que embisten porque no saben que hay algo más allá, y no hablo únicamente de libros. Más frases: “Si quieres sumergirte en el inmenso bostezo del olvido, no mires a los cielos. Tan solo mírate directamente en el espejo”. O refúgiate en la casa de Imelda y pregúntate si debes trabajar a diario para ganarte tu harina con el sudor de tus cuerdas vocales. Tradiciones, modas envejecidas, tragos y vocecitas varias. Viva la nostalgia y los accidentes y los partidos que pueden cambiar una vida o la risa y las esperanzas. “Nunca confíes en nadie que le chupa el pito al diablo para sobrevivir”. Es una manera de decirlo, o siempre lo hemos dicho pero casi nunca lo reconocemos. O lo que sea. Creemos que no tenemos sentimientos, pero la curiosidad siempre está ahí, sea con béisbol o con botellas de sambuca. Conocimiento, suposiciones, diferenciaciones y “hacer tiempo es lo que hacemos para vivir”. Ojalá fuera todo tan fácil. Y en mitad de ese capitalismo atroz en el que vivimos desde hace demasiado tiempo, siempre hay una empresa, o grupo de empresas, o bichos convertidos en empresas que quieren más, que pasan por encima de lo que tenga que pasar, pasando de planes de la A a la última letra de tu alfabeto favorito. Y ver, en mitad de un vestuario, a alguien explicar los motivos de Hitler en sus campañas… Hay algo que no funciona bien, pero como ocurre con los jugadores de baloncesto naturalizados por decreto, “lo que pasa en Macedonia se queda en Macedonia”. Y bajo esa apariencia de pueblo olvidado de la mano de Dios, o de dioses yanquis que multiplican problemas, nos muestra Brockmire los problemas de una sociedad que se fue a pique hace mucho tiempo pero que es reconocible a todas luces: “Todos tienen los mismos restaurantes de comida rápida de mierda, las mismas calles principales vacías y forradas de comercios vacíos. Son rebaños de las cáscaras, víctimas del desenfreno del capitalismo que creó una mentira del sueño americano… El béisbol es solo una diversión que nos evita reflexionar sobre nuestros problemas”. Y tipos de cuarenta y tantos con problemas de adolescentes, personas sin rumbo, o con rumbo equivocado, o sin brújula a pesar de Latorre y demás. Y por el contrario, nos muestra, con pinceladas, el otro extremo, el de la gente rica y blanca, minoría entre minoría entre cualquier país a medio civilizar, con problemas distintos pero que tampoco reflexiona sobre el precio del azúcar. Hay experiencias que pueden llegar a asustar, y Brockmire nos lleva a ese infierno, pero su protagonista nos deja caer que “si el infierno tuviera un bar le daría la mano a Satanás”. Empieza muy bien, pero baja en algunas de sus pildoritas episódicas. No hay perfección en la vida, y en los que cuentan el deporte, menos. Los chistes ambulantes tienen algún día de gloria y muchos días de mierda, frase que pudo soltar algún día el hombre de la camisa verde. O quizás no, quizás no la dijo el hombre de la camisa verde, que para él todos los días eran días de mierda, como lo son para casi todos los protagonistas de Brockmire. O para casi todos los protagonistas de una vida. O para casi todos.
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