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lunes, 26 de diciembre de 2022
Un reino oscuro
Otra historia de Alejandro Hermosilla sin nombres aunque los nombres son reconocibles, tanto o más que los perros enfebrecidos en Casi famosos. Siempre están ahí, siempre aprovechan sus entreguerras para ocupar su lugar predestinado, su trono sin rey, su ascenso divino a una sociedad de reemplazo. Porque la historia de Un reino oscuro va de cambios y huidas, de reemplazos y abandono, de exilio y muros en los que enclaustrarse en una clausura autoimpuesta, porque no siempre es mejor esconderse que morir. O sí. Siempre he tenido dudas sobre la clausura y el exilio, sobre el silencio o la escapada, sobre si pisar cadáveres o salir corriendo del cementerio. O quedarte en él. Empieza Un reino oscuro con una cita de Chateaubriand: “Casi todos los crímenes que castiga la ley se deben al hambre”. Están los estómagos vacíos y los otros, pero los otros no nos interesan, los dejamos al margen, porque como indica bien UR, “no existe un reino más poderoso sobre la tierra que el cementerio”. Siempre podemos inventar un motivo, una excusa, para mirar para otro lado cuando nos viene mierda, cuando gobiernan los que no queremos, o nos imponen que gobiernen otros que no queremos, o son los que queremos, pero no gobiernan como esperábamos. No es lo mismo. También cita AH a Maquiavelo: “Es menester ser príncipe para conocer a fondo la naturaleza de los pueblos”. Yo creo que es mejor no conocerla al 100%, porque siempre salimos asqueados, siempre corriendo, siempre huyendo. Siempre. Me choca lo de la lluvia de inverno (¡malditas latitudes!), me choca el trabajo con los artistas, pero no me choca leer pasajes bíblicos a cualquier hora. ¿Alguien no lo hace? Y volvemos a empezar, porque nada como remodelar una casa, aunque sea de personas desequilibradas, de personas con rémoras, de personas extravagantes (al fin y al cabo, sin gata, todos lo somos, que decía el hombre de la camisa verde). También cita a de Nerval: “El odio es el más resistente escudo de los monarcas”. Hablando de escudos siempre le digo a mis alumnos, entre susurros, que nos hacen falta más tipos como Vic Mackey en nuestras vidas, reyes desgraciados en un mundo pequeño y muy particular, con cúpula incluida, porque en todas las abadías nos encontramos alguna. Pero amigos de paletos aparte, en URO vemos reyes y sombras, personas rodeadas de personas maliciosas pero necesarias, como ese marchante en torno al paisajista que es descrito como el mal en persona, pero como buen parásito de envidia, necesitamos. O creemos necesitar, o creemos recrear. Ayer, hablando de arte con un tipo nacido en mayo de 1936, nos recreamos en Botticelli y en cuadros de mujeres del renacimiento, en la tentación de Santo Tomás de Orihuela y en menipos velazqueños, en tipos muertos en explosiones de Delft y en violines ingresianos, porque al final el arte nos lleva a la abstracción pero también a la perversión. Escribe Hermosilla sobre “el fracaso absoluto de Occidente, el delirio total, la extinción de la naturaleza, la destrucción religiosa y la angustia divina” mientras reflexiona sobre los reyes y sus vástagos, ya sea Gustavo I de Suecia (y su hijo Erico), o Carlos VII de Francia, o Luis XV, o Felipe IV, o los bizantinos Constantino VI o Justiniano II. Como con mi conversación con el de 86 años, pintor para más señas, nos obsesionan los retratos, aunque ya no estén de moda. En la página 56 de Un reino oscuro, leemos: “No había pasado, sin embargo, más de veinte años desde su fallecimiento y el retratista de la corte parecía ya un vestigio del pasado. Un fantasma. Su concepción del arte y la educación se encontraba completamente aniquilada. En nuestro reino, la pintura había dejado de existir. Era una sombra”. Pensemos en La esclusa, en La vicaría, en el arte como elevación, hasta que deja de serlo: “La pintura ya no era pintura y probablemente no lo sería nunca más. Ahora era una mancha. Una bruma. Un apagón interminable porque ninguna de aquellas bestias que estaban dispuestas a destruir el arte a cambio de unas monedas, pintaba. Ninguno de ellos veía”. Apostilla Hermosilla: “Un oscuro colegio donde no se enseñaba más que a escupir en la tradición”. Empiezas con un cuadro, con una imagen, con un pensamiento, y acabas con toda la política y la tradición de un tiempo. Subraya el autor palabras como locura y deterioro, y el amor por los conflictos, y los violines salvajes, y el ocaso y el vicio, y la ausencia de barba y la búsqueda de lo que se perdió entre las pamplinas del día a día: “El paisajista admiraba a esos hombres capaces de convertir la guerra en un banquete sangriento, el trabajo diario en un venerable placer y su honor en un vendaval”. Y cuando hay dejadez, llega el desastre, el arrastre, una pesca de bajura en la que solo quedan piedras en las redes y no hay San Pedro que arregle la llegada al puerto: “Los reyes modernos se habían convertido en marionetas del pueblo. Animosas muñequitas que no se imponían. No alzaban su voz como los antiguos. No se atrevían a romper los protocolos o a quebrar alguna regla porque querían ser reyes de novela. Príncipes de cuento. Reyes perfectos. Por lo que ya no estaban interesados en reinar. No sabían, de hecho, reinar. Desconocían qué era reinar, para qué reinar, para quién reinar”. Y en su lecho, marionetas con zapatillas de marca: “Las reinas modernas no se vestían, se perfumaban. Las reinas modernas no dormían, se perfumaban. Un delirio moderno que obviamente, había provocado que muchas de ellas enloquecieran”. Ya lo decía el hombre de la camisa verde: ¡Viva Sarajevo! O no. Quizás la doble efe fue solo un error, una piedrecita en nuestro zapato histórico, un desnivel antes de una autopista perfecta. Escribe AH: “Los reinos modernos se habían llenado de hijos bastardos de arañas y nadie sabía ya si existían tan siquiera los reyes, si los reyes eran margaritas, pétalos de rosas o arañas”. Y en nuestro particular viaje a Éfeso, con viento y acompañados, encontramos calvario y más calvario: “No buscaban lienzos para reflexionar sino para distraerse y abstraerse, para huir de la realidad y no para afrontarla”. Subraya la palabra crepúsculo el autor, porque “como consecuencia de esa inmensa tormenta crepuscular, todos los integrantes de nuestro reino nos habíamos convertido en suicidas potenciales, ciudadanos sin orgullo, carácter ni sentimiento religioso que podíamos acabar con nuestra vida en cualquier momento por los motivos más superficiales”. Viva la superficialidad y los himnos de John Cipollina. También enfatiza el autor la conversión del ocio en religión, y del placer en un deber: “Cualquier cosa por huir de esa odiosa atmósfera que no más que remitía al crepúsculo, invitaba al suicidio y anunciaba el ocaso total de Occidente”. Y como todo es mentira, podemos llegar al Barroco, o a Madrazo, o a La mujer barbuda, o recrearnos en Carel Fabritius, o en La Inmaculada de Murillo, o a lo que escribe Hermosilla: “Durante el Barroco, en los palacios reales, era frecuente que alguien pronunciara una palabra y se interpretara lo contrario. Cuando alguien decía la verdad se pensaba que era mentira y si se mentía se solía creer que había dicho la verdad, porque nadie estaba seguro de nada de lo que se decía. Nunca se sabía si una afirmación era verdadera o falsa, ni tan siquiera si existían la verdad o la mentira”. Y entonces, en el paisaje vemos personajes oscuros que nos dominan, o que hemos dejado que nos dominen entre la crueldad. Y de los pintores a los duques, y tiro porque no me toca y me salto el turno: “Una absoluta abominación que llevaba al duque a considerar profetas de la miseria a quienes despreciaban o minusvaloraban a nuestro rey, como era el caso de los sátrapas ilustrados”. Añade MH: “Los ciudadanos ilustrados y demócratas eran completamente crédulos. Eran muy fáciles de engañar”. Y en esa tragicomedia, casi como Conte en el Tottenham, llegamos a lo que no queremos: “Eran seres medianos. Víctimas que se creían moralmente superiores al resto de sus semejantes. Eran individuos átonos y abúlicos que no se atrevían a incinerarse para defender a un rey ni tampoco a traicionarlo”. Todo mentira, como el día a día: “Un enorme engaño ilustrado. Una gigantesca comedia ilustrada que no escondía más que crueldad”. Y entonces, la venta de lo que los aguafiestas ahora llaman relato, la compraventa de una narración ficticia que nos mete con calzador una moraleja con la que martirizarnos y llevarnos al caos: “Habían convertido la existencia en una fábula destructiva, una fábula emergida de una pesadilla”. Y en la artificiosidad de esa mentira, escribe el autor: “Hablaban maravillas de la vida moderna, aunque el mundo se había convertido en un manicomio ateo, un oscuro convento ilustrado”. Reflexiona también el autor sobre la confusión entre puntos de vista y perspectiva, sobre la mentira de la falsa igualdad: “Porque para los nobles demócratas e ilustrados lo de menos eran los argumentos, lo de menos era el contenido de las ideas, la razón que había en ellas, la verdad que exponían. Lo importante era la igualdad y estaban, desde luego, dispuestos a defenderla e imponerla de la manera que fuera”. Y la figura del verdugo, siempre al acecho. Y el pianista que “creía al rey capaz de todo”, y que nos muestra una opinión sobre lo que se analiza y se recrea: “Pero si existe una mano peligrosa es la de nuestro rey, ya que nunca se sabe si cuando roza o apunta a alguien lo hace como señal de amistad o de enemistad. Esa mano no es cálida ni fría. Es incolora. Desprende hedor, pero no huele concretamente a nada”. Y la desconfianza, y la mediocridad, y el suicidio colectivo, y Wagner, y la delegación y los alarifes convertidos en otra cosa, y Nietzsche, y Celine, y Musil, y Kafka, y Canetti y las referencias a Hitler y a Stalin, y Edipo rey, y Alexis de Tocqueville, y Cioran, y los buitres que acechan nuestra quijotera y las quijoteras de todos. Escribe AH: “Según Canetti, Adolf Hitler y Iósif Stalin eran la viva imagen de los nuevos monarcas de Occidente anunciados por Nietzsche. Reyes nihilistas, reyes negros, reyes oscuros, reyes asesinos educados entre la plebe cuya enorme sombra permitía rememorar la figura de los viejos soberanos míticos y ancestrales”. Un reino oscuro nos describe un pasado reciente, una contemporaneidad que no debemos olvidar porque cada día se repite, y como repetía más de una vez Ginés Caballero refiriéndose a los Balcanes, “tenemos la guerra a un viajecito corto de avión”. No sé si la vida es una manzana como decía el personaje que escribió dos novelas y un ensayo (“Un fruto que siempre acaba siendo mordisqueado o cayendo de una rama”), pero si que “la existencia se había convertido en un eclipse continuo”. Y Un reino oscuro nos viene bien para tener presente que todo es un eclipse continuo y que todo es mentira.
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