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domingo, 5 de marzo de 2023
El Reino
Leer a Emmanuel Carrère por primera vez (y encima hacerlo con El Reino) es como poner una selección de canciones de Beck y que empiece la feria. La montaña rusa. Sobresalto, vómitos desde atrás, pelo erizado, piel de gallina e, incluso, pantalón mojado en la entrepierna. O entre lo que cada uno considere que tiene por ahí abajo. Escribe EC en la nueve de El Reino: “La experiencia me ha enseñado que es mejor no explayarse sobre lo que escribes hasta que has terminado de escribirlo”. Quizás. O no. Tal vez. Ayer, en misa de siete y media, un cura con guantes de látex blancos y mascarilla negra, al que se le caía parte de la indumentaria constantemente y que cerraba los ojos al hablar como si no hubiera mañana, intentaba explicar la transfiguración de Cristo en el monte Tabor. No sé las veces que repitió Tabor. Hablaba de silencio exterior, de silencio interior, de películas de la Hepburn, pero con esos guantes, esa mascarilla, con las gafas empañadas, con esa estampa uno no está para el monte Tabor, ni para la transfiguración del Señor ni para pepinillos en vinagre. O sí. Incluso yendo a comulgar me encontré de bruces con un buen samaritano que decidió quedarse dineros de la antigua CAM. Es lo bueno de esta religión: el perdón. Siempre hay un versículo, una parábola que utilizar en primera persona del singular. Habla desde un punto de superioridad Carrère, pero desde una superioridad que también tiene sus debilidades (“la espera de un hijo me espanta”). Y empieza con recuerdos del pasado, de esos que siempre nos vienen a la quijotera (“las misas de mi infancia sólo me habían dejado un recuerdo de coacción y aburrimiento”). ¿A alguien no? ¿Todos los críos que son obligados a ir a misa se comportan vargasllosamente? No. Ni falta que hace, lo único que tenemos que escuchar es a Beck con su Devils Harcuit. Sobre el evangelio de San Juan, suelta EC en la 48: “Me pregunto si no sería mejor cambiar de montura antes de salir de la cuadra”. Y añade: “No olvidarlo nunca: es el Evangelio el que me juzga, no al contrario”. “Todo es mentira, como siempre has sugerido”, nos repite la voz de Is de Triángulo de Amor Bizarro. En muchas de sus canciones no sale cara, y sale cruz, ya se sabe: “Eso se llama cruz. No existe alegría tras la que no se proyecte la sombra de la luz”. Al cristianismo, y ahí incluyo sus distintas versiones, cuesta seguirlo. Cuesta horrores. Escribe tito Emmanuel: “Quisiera pasar deprisa, como un seminarista agobiado por la carne pasa por delante de un anuncio de cine porno”. Claro que sí. Es que es así. Rotación y barbecho, como decía el hombre de la camisa verde hablando de la masturbación. Vuelvo a TDAB, esta vez con su Vigilantes del Espejo: “Déjalo todo y ven conmigo. Esclavo del siglo veintiuno, deja ya de llorar. ¿Por qué dejas que te estafen?”. Y el arrepentimiento siempre presente. Sigue Carrèrre con su retahíla de improperios al mundo contemporáneo desde una visión del pasado: “Todos los místicos coinciden en señalar que lo que se nos pide es lo que menos deseamos dar”. Y pone ejemplos reconocibles: Abraham e Isaac. Pero también habla de psicoanálisis y de San Pablo camino de Damasco y de Philip K. Dick, y cita a Michel Simon: “A fuerza de escribir cosas horribles, acaban sucediendo”. En momentos de lucidez (aunque ya quedan pocos), cuando estoy en 1º de ESO y empiezo a hablar de Roma, digo a la escolanía de los gritos ultrapop que no se sorprendan con nada de lo que les voy contar, que todo es superable. Con San Pablo, también pasa eso, entre iluminaciones que van más allá de lo creíble y de lo increíble. Sale también por ahí Dies Irae, y reflexiones sobre la Eucaristía (al final del libro se pregunta si no hubiese sido mejor el lavatorio como recordatorio) y sobre el pecado (“desde hace poco sé que para el pecado hay un remedio tan eficaz como la aspirina para el dolor de cabeza”). Sobre las apariciones virginales (poniendo el ejemplo de Medjugorje), escribe: “Quiere leer bien el evangelio, no incurrir en este tipo de beatería”. Y del evangelio de Juan al de Lucas, y opiniones que dan que pensar: “Si no ilumina, la figura de Jesús ciega”. Universos conocidos. O no tanto. Creemos que todo Cristo ha leído y ha reflexionado sobre los evangelios, pero no es así. No todos diferencian a gentiles (todos los no judíos) y prosélitos (gentiles atraídos por el judaísmo). No todos se hacen preguntas continuamente. No todos se hacen la pregunta definitiva, antes y después de Getsemaní: “¿Se puede pensar?”. Y los encuentros entre Lucas y Pablo en el puerto de Troas, y Lucas retirándose del relato y volviendo siete años después, y recordando que “es rezando como se aprende a rezar, no os perdáis en grandes frases”. Y las traducciones, y Pablo en Atenas, luego a Corinto (y la explicación de llamar a la sífilis “la enfermedad corintia”) y frases para dejar de llorar: “La verdad, decía Pablo de los judíos y también de los griegos, es que todo está permitido. Todo está permitido, pero, añadía, no todo es oportuno”. Y hay un juego que utiliza mucho EC sobre la relación entre estos personajes bíblicos que es meterlos en la ecuación de la revolución rusa: “Tras el episodio de Antioquía, Pablo se había convertido en el equivalente de Trotsky para Stalin”. Y sigue: “Se organizó una compaña contra él, enviaron emisarios de todas partes para denunciar su desviacionismo”. Y más líneas de máscara negra sin Conde-Duque de Olivares: “Si Jesús tarda en volver, nos explica, es porque antes tiene que venir el Anticristo”. Pero el espejo es lo peor: “Pablo no sólo temía la acción de enemigos, impostores y falsarios. Hay que dar otra vuelta de tuerca: se temía a sí mismo”. Es más. Añade Carrère que “Pablo de Tarso no era Philp K. Dick ni Stalin, aunque tenía un poco de estos dos hombres singulares”. Y citas a Edgar Allan Poe y la historia de Eutico que ha citado don Ángel más de una vez en la parroquia de San Pablo y citas homéricas: “Un sufrimiento auténtico vale más que una felicidad ilusoria”. Y La guerra de los judíos de Flavio Josefo, porque El Reino también es un libro sobre la historia de Roma y de algunos de sus emperadores y sus fobias y su locura, porque ser emperador era creerte tito Jack en el manicomio del cuco. Escribe Carrère: “Leyendo a un historiador, sea cual sea su escuela, se ve cómo confecciona su guiso, más allá del sabor que les procura su salsa se identifican los ingredientes que se ha esforzado en utilizar, y es esto lo que me induce a pensar que ya no necesito un libro de recetas, que puedo lanzarme yo solo”. Y los zelotes, y el encuentro de Emaús citado solo por Lucas y que “nadie sabe lo que sucedió el día de Pascua, pero una cosa es segura: sucedió algo”. Bueno, y tenemos el Merry Christmas de los Ramones. Y entonces, se nos pone el autor otra vez en plan demasiado sincero: “No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado. Escribo este libro para no imaginarme mucho más, sin creerlo ya, que los que lo creen, y que yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no abundar en este punto de vista”. Y Marcos y la sábana en Getsemaní, y otra vez Eutico y Bernabé (“que formará equipo con Pablo en Antioquía”), y Juana (la mujer de Chuza, el intendente de Herodes) y esas pajas mentales sobre lo que puede ser y lo que no suele suceder: “Aunque haya dicho que aquí hay una novela, el tema no me inspira. Y si no me inspira quizá se debe a que es una novela”. Y esas mentiras que vemos televisadas y que chirrían, y a las que se le ven las costuras como bien indica EC: “Es el problema de la novela histórica, y con mayor razón de las grandes producciones cinematográficas de temática histórica: enseguida tengo la impresión de estar en un Astérix”. Y Roger Van der Weyden y su cuadro de San Lucas y Rembrandt y el lavatorio y las vírgenes de Caravaggio (EC la tilda de sexy) y pajas féminas bien descritas. Y más preguntas: “Ella existió realmente, sin embargo. La Santa Virgen no lo sé, sinceramente no lo creo, pero la madre de Jesús sí”. Y sigue con la revolución rusa: “Todo va bien cuando de se trata de controlar las disputas de Pablo y de Santiago como de Trotsky y Stalin”. Y los cambios que tiene, pasando de escritor a escritor y de creyente a agnóstico: “Es como las personas que se declaran apolíticas: lo cual quiere decir que son de derechas”. Y Cafarnaúm y esta serie en la que no todos los capítulos son del mismo guionista, porque “especular sobre la fuentes de los evangelios no es un deporte moderno”. Y especificaciones obre la palabra publicano: “Les recuerdo que publicano quiere decir recaudador, colaboracionista, quiere decir pobre diablo y hasta cabronazo”. Y Lucas y relato en agosto del año 60, y el asesinato de Claudio y Nerón, y Británico y Agripina y esa ciudad millonaria en gente que era Roma. Y en otras cosas, también, peligrosa a toda antorcha: “Y las calles al caer la noche se volvían peligrosas: antes de salir a cenar, dice también Juvenal, más valía haber hecho testamento”. Y la llegada en el año 62 de San Pedro a Roma, y Juan y Marco, aunque “ninguno de ellos debió de rebajarse a visitar a Pablo”, y el fallecimiento lapidado de Santiago. Y puestos a protestar, Lutero: “Martín Lutero, que consideraba las cartas de Pablo y en particular las cartas de los romanos el corazón y la médula de la fe, pensaba que la de Santiago era una epístola de paja, indigna de figurar en el Nuevo Testamento”. Y repite, EC, la importancia de La Anchura, de La Altura, de La Longitud y de La Profundidad, aunque “lo esencial, repetía incansable Pablo, es creer en la resurrección de Cristo: el resto se da por añadidura”. Y el proyecto de Pier Paolo Pasolini sobre Pablo que quiso hacer, ambientándolo en el siglo XX y en el que aparecerían nazis (romanos), resistentes (cristianos) y Pablo (Jean Moulin). Y la visión de Lucas como oportunista, porque “como es amigo de todo el mundo, Lucas es el enemigo del Hijo del Hombre”. Y el final de Séneca, y el casi final de Paulina, y Suetonio y Tácito como fuentes, y el incendio del 64 culpando a los cristianos: “¿Nerón incendió Roma porque estaba obsesionado por el incendio de Troya? ¿Para reconstruirla más a su gusto?”. Y hasta Putin sale en el relato. Y “vidas minúsculas contra teología mayúscula”. Y la incógnita llamada Juan: “Juan es el personaje más misterioso de la generación cristiana. El más escurridizo, el más múltiple”. Añade EC: “Jesús apodaba a Santiago ya Juan Boanerges, los hijos del trueno, a causa de su carácter impetuoso”. Y esa posibilidad del viaje a Éfeso de la Virgen y de San Juan, y Marcos como secretario de Pedro y la afirmación, totalmente real, de que “si uno es cristiano, se pasa la vida renegando de Cristo”. Y la guerra en Judea del año 66, y la corrupción del gobernador, y la equivalencia que suelta EC sobre Chechenia y Rusia. Y el ascenso de Vespasiano (“el Mulero”), y Vespasiano, y los acontecimientos del 68 en Roma, y las siete iglesias de Asia, y la paranoia del Apocalipsis: “Por eso el título del libro no es Revelación sobre Jesucristo (apocalipsis quiere decir revelación), sino revelación de Jesucristo”. Y ese apocalipsis, o Apocalipsis, “se ha convertido en el campo de juego favorito de todos los esotéricos excitados, Philip Dick en el mejor de los casos, Dan Brown en el peor”. Y el saqueo de Jerusalén del 70, y Tito, hijo de Vespasiano, encargado de la victoria en Oriente para “que pusiera de manifiesto que no se desafiaba a Roma impunemente. A los terroristas, como dijo Vladimir Putin en el contexto bastante próximo de Chechenia, había que cargárselos hasta en los retretes. Y eso hicieron”. Y en esta historia de Roma que es el Reino, más frases: “Se pueden decir las cosas de otra manera, como hace el jefe bretón Calgaco, del que Tácito nos conservó estas fuertes palabras: Cuando lo han destruido todo, los romanos llaman a eso paz”. Y la ucronía (hoy la hemos convertido en distopía) y Constantino en el siglo IV y la palabra secta (y su diferencia de uso en el ámbito anglosajón): “La secta se transformó en una iglesia. En la iglesia”. Y más parábolas, como la del hijo pródigo, ya que “cada uno tiene en el Evangelio una frase que le está especialmente destinada”: “Con la conversión de Constantino comienza la larga historia de la cristiandad en Occidente, o sea, una vida adulta y una carrera profesional compuestas de pesadas responsabilidades, de grandes éxitos, de poderes inmensos, de compromisos y faltas que avergüenzan. Las Luces y la modernidad anuncian la hora del retiro. La Iglesia ya no se encuentra a gusto, es del todo evidente que su tiempo ha pasado y es difícil decir que su ancianidad, de la que somos testigos bastante indiferentes, tiende más bien a la chochez desabrida o a la diáfana lucidez que uno se desea, yo al menos, cuando piensa en su propia vejez”. Y para acabar, escribe Carrère: “Y lo que me pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven que fui, y al Señor en que creí, o si, a su manera, les ha sido fiel. No lo sé”. Pues eso. Que la duda triunfe, pero triunfe con un buen libro como El Reino.
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