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martes, 1 de agosto de 2023
La caída de Robespierre. 24 horas en el París revolucionario.
No deja detalle sin citar (y eso abruma) Colin Jones en La caída de Robespierre, 24 horas en el París revolucionario. La excusa es Robespierre, pero realmente de lo que se habla es de la revolución. De esa revolución en la que todos iban con todos y contra todos: Convención contra Comuna, robesperristas contra dantonistas, supervivientes contra supervivientes. En la página 504 se puede leer: “Lo ocurrido el 9 de termidor no fue un movimiento destinado a derrocar un sistema de gobierno, sino a defenderlo frente a presuntos conspiradores”. Y la etiqueta de la tiranía de la que no se libró Robespierre, está latente durante todo el libro: “La caída de Robespierre fue provocada por él mismo y constituyó su mayor contribución a la democracia”. ¿Quién lo llevó a cabo? Jones responde en la página 18: “Algo semejante a un golpe de Estado protagonizado por las élites políticas que se oponían a Robespierre”. La etiqueta del pueblo también era utilizada, era recurrente, como salvador y como agente en la política francesa desde 1789. Y el Comité de Salvación Pública y su “formidable mano de hierro se enfundó de forma intermitente en un guante de terciopelo”. El libro analiza esos comités gubernamentales (CSP y CSG) que constituían “el meollo del Gobierno revolucionario que llevan la batuta de Francia”. Analiza también Colin Jones la importancia del hambre, antes y después del asesinato de Robespierre durante la revolución, ya que “un estómago vacío puede ser el primer paso en la senda del radicalismo político”. Y sobre, todo, pone énfasis en las diferentes barriadas, y en la periferia (fabourgs), y en esa guillotina que eclipsó todo lo que tenía a su alrededor: “La guillotina es menos espectáculo grandioso de títeres que una obra teatral austera y moralizante”. ¿Motivo? Uno, claramente: “Los carros del verdugo mezclan clases sociales con promiscuidad e incluyen por igual a partidarios y detractores de la revolución”. Vuelve a darle a lo cuantitativo el autor (repite el famoso número de 749 diputados), vuelve a los tópicos sobre Robespierre (“Don Quijote de la plebe”), vuelve a hablar de esa casta que está en peligro (“el peligro de la corrupción acecha siempre cerca del corazón del gobierno”). Y Fouché como una “pesadilla” para Robespierre, y el odio de los dantonistas, y el recuento de las matanzas de 1792 y frases de Danton que utilizamos con y sin motivo aparente: “Apliquemos el terror para dispensar al pueblo de hacerlo”. Siempre con el pueblo en la boca, siempre espías (“moutons”), siempre inventando y maquinaciones, siempre con corruptelas carcelarias y ese golpe en la cara del año 1789 que “había demostrado que la idea de felicidad como fin último de la organización social resulta inimaginable”. Y el poder en pocas manos, y esa imagen de Incorruptible de Robespierre con tantísimas dudas: “La proverbial incorruptibilidad y a su afición de presentarse como un mártir tienen ya mucho de representación”. Vivan los mártires, y el Ser Supremo y su culto, y esas “ganas de Robespierre de ver rodar cabezas que parecen insaciables”. Y en esas maquinaciones, también entran en juego (y mucho) la Ley del Máximo General y la diferencia entre metal y papel en el dinero y como “todo apunta a que sigue habiendo una ley para los ricos y otra para los pobres”. ¿Para qué entonces la revolución? Para tener café, chocolate y azúcar, “exóticos en el pasado, se consideran ahora alimentos fundamentales”. Y esos motines del pan que no son del pan, sino del jabón como el de febrero de 1793. Igualdades impensables, porque “ya habrá tiempo para los derechos más adelante: hoy toca el terror”. Y la función de los periódicos y los periodistas (metidos a políticos muchos de ellos), y el ascenso de las publicaciones de todos los bandos, y las noticias falsas y como Robespierre acaba pensando que “los periodistas se están convirtiendo en el enemigo”. Nada nuevo bajo el sol revolucionario. Y ni el teatro se salvaba, con censores teatrales, ya que “el ejecutivo se siente incómodo al ver cómo reacciona el público ante las evocaciones del terror”. Y la ausencia de mujeres en la vida pública, y las referencias a Marco Junio Bruto y como “no es fácil disipar el miedo que ha inspirado Robespierre: se supone que en eso consiste el poder de los tiranos”. Y salen los nombres de Julio César, de Cromwell, de Catilina, de Pisístrato, y los guardaespaldas, y los asaltos a una soberanía convertida, continuamente, en tiranía. Y la detención, y las cárceles, y el día de la morera dando paso al de la regadera, y como todo se acelera, y el recurso de las masas no es útil cuando ya todo está escrito. Y el pueblo a lo suyo: “Es verdad que el pueblo se ha alzado, pero no en favor de la Comuna ni de Robespierre”. Y la derrota de lo municipal, pasando de la felicidad a la tortura. Y la cercanía de una guerra civil, que no llegó pero que estuvo a punto. Y el derramamiento de sangre de los días posteriores (especialmente entre los concejales) y como el autor evita la expresión “el Terror por considerarla un anacronismo poco útil”. Y apostilla Jones: “No parecía tanto justicia como venganza”. Y la vampirización de Robespierre, llevada al extremo de la comparación: “Vampiro, un monstruo, una esfinge, un camaleón, un lobo y, en particular, un tigre, animal tristemente famoso por su sed irracional de sangre”. Y como “las figuras políticas que parecían más patrióticas eran las más sospechosas”. Un libro excelente en el que analizar distintos parámetros no siempre observables. O que no queremos observar, porque todo es mentira.
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