Hace 3 horas
sábado, 11 de noviembre de 2023
La Conejera
Antes de acabar La Conejera, estaba pensando varias cosas. La primera, no quería que se acabase el libro; la segunda, que llevaba mucho tiempo sin leer algo que supusiese aire fresco (o aire nuevo, que diría el hombre de la camisa verde). Luego pensé que algo no estaba bien en esa reflexión, porque llevo mucho tiempo sin leer de verdad, y no únicamente por la crianza. Entonces, entre reflexiones estériles, de las que no producen ni tristeza ni pena, volví a pensar: Es que ya no se escriben libros así. Lo que ha escrito Tess Gunty son palabras mayores, porque no suenan a pastiche historicista (no como yo, que estoy reactualizando en mis neuronas el primer programa de Videodrome en Radio3 con Gregorio Parra a la cabeza). Pero no nos olvidemos de La Conejera, que los que hemos criado conejos, y hemos tenido que ayudar en su sacrificio para meterle el colmillo hablamos con mucha experiencia de ese trance de chillidos. Siempre envidié a mi padre y sus nudillos la facilidad para el asunto (a mí me sigue dando miedo). Pero luego, bien ricos que están. O estaban. O estarán (la crianza, que ya ni me acuerdo del último día que comí arroz y conejo). La Conejera no quieres que acabe. No. No puede terminar, como Tip y Coll, y Coll llorando por Tip no ha muerto (creo que era así, pero tanto tiempo sin dormir me lleva a la confusión, a escuchar de madrugada himnos que no acaban nunca). Me gustan sus descripciones (“en la habitación de Todd, limpia hasta lo psicótico”), porque, un maniático de la limpieza como yo únicamente puede estar de acuerdo con ese axioma. También me gustan (y mucho), esas enumeraciones de acciones que te llevan al límite, que te hacen ilustrar con imágenes mentales una sangría o un velatorio: “Quería todos los extremos al vez: quería morirme, matar, follar, encontrar a mis padres y resucitarlos, y luego matarlos, luego enterrarlos y gritar y gritar” [creo que era así cuando copié la cita, porque la memoria me falla, y no únicamente por la crianza]. Me apasionan las recreaciones visuales, esas ilustraciones que te hacen meter el aguijón de la avispa que te destrozó el culo en mitad de una catedral gótica que arde impenitentemente: “Su voz es como una hostia sacramental: insípida, ligera”. Y apostilla la jovencita autora: “Blandine no está bautizada, pero, aún así, a veces va a misa a comulgar. Tampoco es que te pidan el carné”. Me gusta lo que recrea (yo pienso, en mitad de las reuniones de departamento, en empezar a soltar manotazos a todo aquel que abra la boca) y lo que no somos capaces de recrear: “Desea volver al guion estándar, ese que no exige nada a los desconocidos en los lugares públicos aparte del intercambio de medias sonrisas para indicar que no vais a liaros a navajazos”. Eso nos lleva a la pregunta importante: ¿Por qué no lo hacemos? ¿Por qué no liarnos a navajazos con el que casi te atropella o te ha robado? Y como hay que creer, “la fe se basa en la ausencia de pruebas (….) y eso siempre me ha parecido un pelín feo parte de Dios”. Está Dios ocupado siempre en otras cosas, también decía el hombre de la camisa verde, agnóstico con tornillos en la pierna y sin tuercas de ombligo hasta la frente. Pero en ese espejo (no pensamos preguntar espejito, espejito, dime algo sobre la más guapa del garito [viva Alfredo Díaz, hasta que se pasó al lado oscuro]), “creo que vemos lo que nos asusta, lo que deseamos”. Nos creemos Robespierre y acabamos, como él, traicionados y escarmentados con la boca destrozada: “Ha sabido desde siempre que era demasiado pequeña y estúpida como para liderar una revolución, pero había confiado en que, al menos, sería capaz de imaginar una”. Vivan las margaritas, y las amapolas del recuerdo de la IGM, y la lazarada, “porque no hay nada más estadounidense que la resurrección”. Pero siempre, con matices, porque “una ventaja de la muerte lenta es que te da tiempo a escribir tu propio obituario”. En ese limbo mediático gringo, está el momento, justo ese momento (el de las 4 de la tarde), “una hora que anima a sus rehenes a hacer recuento de sus fracasos”. Mientras suena la caja registradora (siempre suena, iluso de mierda) y alguien te recuerda que “tienes que pasar un control antidrogas mensual y acreditar que no te has gastado el dinero en inmoralidades”. También me gustan las creaciones (dame barro, Dios, que Adán salió defectuoso): “Sé que tengo el cuerpo desproporcionado, como si me hubiese diseñado un crío de 5 años”. A Dios también le pedimos rábanos (o rabanitos) porque somos presa de ese “narcisismo reinante” que nos llama a leer, con las muñecas entrecortadas que, es posible imaginar “a un murciélago en un cinta de correr” (y encima, en interrogativo). Peor todavía, que la ósmosis de locura que reina en el mundo , nos lleva (en cualquier sitio) a vivir en “una de esas ciudades desechables, caducadas, responsables de las victorias electorales de demagogos que reducen el país a basura incendiada”. Y en do menor (creo que era do menor, pero no es plan de resucitar a Don Alberto), nos toca elegir, y cuando elegimos, lo que escogemos es la pagamenta de facturas: “Como muchos profesores de música de instituto, James nunca quiso ser profesor de Música de instituto”. La felicidad de las “especies diferentes”, que no de la nuestra, que es imposible de encontrar, muchas veces creen encontrarla en esos “postres veganos” que no son más que otro parche (vivan los piratas sin Ferreiro). La angustia contemporánea, en la que “la soledad es un gaje del oficio de la consciencia”, viene marcada por ese juego, el del “apocalipsis emocional a través de los correos electrónicos”. ¿Siguiente prueba? Habrá que pasarla, no habrá más remedio (escuchando el Animal de Pearl Jam, que añoro música en esta magnífica novela) porque “todo es un sudoku, un experimento controlado, una serie interminable de exámenes prácticos”. Escucho risas, escucho de todo menos silencios. La Conejera también va del relato dentro del relato, es pregunta continua sobre el marxismo, la propiedad privada y la gestión de los recursos de la burguesía (hemos acabado con un estribillo zanahorio descafeinado en nuestros oídos). En la dictadura del robot perpetuo, “comer, dormir y respirar se convirtieron en tareas antinaturales” y los días se confunden, porque siempre “es domingo pero parece miércoles”. Los putos miércoles. ¿Y nuestra esperanza? ¿Una? Quizás, y para muestra, 26 palabras: “Que existiera un lugar llamado Hondonada del Amante en otro llamado Valle Castidad daba a Blandine esperanza en la resiliencia humana frente a la brutalidad humana”. Pero la realidad (aunque aquí si hay referencias más reconocibles), es la de volver a ver algo, hacer un Matri y escribir sobre lo que pudo ser y no fue: “Reviven su historia una y otra vez como un padre borracho y triste que una fue quarterback en el instituto”. En el maldito instituto. Gunty subraya el desprecio, la adoración, hasta “el déficit internacional de salud psicológica”. Nada queda fuera de su espectro, incluso que “no había nada más patriótico que importar talento de otro país”. Desde el pienso a la estabulación más absoluta, La Conejera no deja indiferente, incluso comparando las redes sociales a la Cienciología o a Charles Manson. Y Santa Teresa de Ávila, y la “lluvia haciendo horas extras”, y comprender que “ni siquiera los profetas” (son perfectos). O quizás sí. O quizás, siguiendo a TG, tengamos que intentar no “citar a profesores de pacotilla de tu universidad de pacotilla”, porque, al final, “no impresionaba a nadie”. Tendremos que aprender. Y en plan ébola, “la gente es peligrosa porque es contagiosa”. Y apostilla Gunty: “Te infectan con o sin tu consentimiento”. Y en mitad del berenjenal (cultivado sin fitosanitarios, por supuesto) habla la autora de los “estándares del pésame”, de las promesas que no se cumplen, del complejo yanki de “inferioridad nacional”, de la “indiferencia sociópata”, de la “querencia por las mascotas discapacitadas”. Y cuando, con las botas Napoleón (viva Waterloo, viva Waterloo), nos damos cuenta de lo indolente de nuestro comportamiento, nuestra culpa nos corroe: nunca escribiremos así (ni sacaremos un córner como Trossard). Y la prospección del bocage de berenjenas, en esa soledad de “punto de congelación”, en esa “propensión genética a la invisibilidad”, creemos en esas monedas antiguas como atestiguamos que “en el futuro se pagará una fortuna por el pasado” (está aquí y es ahora). En el relato de lo que no siempre queremos ver del gringo, el retrato es el de “la tiranía de un alcoholismo multigeneracional”, el de los perdedores viviendo en cajas de cerillas, el del “glamur casual que tiene algo de sanguinario”. Viva el vodka barato, y los cómics en orden alfabético, los futuros agentes inmobiliarios, los obituarios (siempre los obituarios), pensar en lo que hacemos los miércoles por la noche, la guillotina, la novela del XIX que nunca leí, “el gesto de mascota reprendida que no sabe que ha hecho mal” y las buenas reflexiones sobre el capitalismo: “¿Quién no se ha enamorado del capitalismo? Te seduce antes de vapulearte, por supuesto. Te intoxica a través de los sentidos antes de llevarte al ring, por supuesto”. ¿Qué somos? O lo que es peor: ¿En qué nos hemos convertido? Quizás, una respuesta, sea la siguiente: “Si necesitas una prueba de que representas a la burguesía, la clase dominante, los propietarios tanto de los medios de producción como de sus frutos, basta con que mires eso: un rico que acumula bienes materiales que ni ha creado él ni necesita para compensar una deficiencia de carácter percibida con nitidez”. Y el espejo urbano (da igual el lugar, es asco es común) convertido en “este purgatorio de mierda que tenemos por toda la ciudad”. Gárgolas para todos. En definitiva, un novelón que encarna lo que toda pequeña joya literaria contemporánea debería representar.
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