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domingo, 24 de marzo de 2024
Noche
Noche, de Alejandro Sawa, rezuma desde el principio un odio visceral a los falsos beatos que, en cuanto vienen mal dadas, se comportan como los peores demonios. Nada como fingir rezos, o rezar por fingimiento, y ser un cero absoluto. Noche, de 1888, nos describe ese panorama de familias oscuras, de padres con silencios y órdenes, de olor a cera y demasiado rosario desde el punto negativo. En esta primera aproximación a Sawa, quedan claras las dianas a las que lanza flechas el autor: las eclesiásticas. La de esos padres que anulan a sus criaturas porque tienen “oficina por la mañana y santurreo por la tarde”. Oscurantismo de final del XIX llevado a su máxima expresión en una Restauración que sólo restauró tinieblas, que trajo más sombras y decepciones, que llevó a los tesoros nacionales al peor de los infiernos y que relegó a la mujer de la cocina a la cama y de la cama a la cocina: “La belleza en la mujer es cosa que trasciende a prostitución a dos kilómetros de distancia”. Reflexiona AS sobre la sobreprotección negativa, sobre la eliminación de la libertad individual, sobre la forma de convertir a los hijos en animales de carga: “Eran plantas de invernadero, y hallaban la vida en le interior de la estufa. Fuera de ella, estaría la muerte”. La lectura nos muestra una vida descorazonadora, sin ilusión, sin posibilidad de escape que no sea más que humillación y olvido. Hace énfasis el autor en lo peor, en lo cursi y hortera, en lo peor de una sociedad que antes o después iba a llevar al colapso. Y en esa cerrazón, tocaba bajar la persiana, esconder las almas, someterse a la canallada y no había maniobra de evasión posible: “No se recogen por la calle sino impiedades y pulmonías”. La vida, esa sucesión de desgracias, que decía el hombre de la camisa verde. Escribe Sawa: “Todas las construcciones de la vida están hechas con la misma cantidad de prudencia que de ladrillos o hierro; la cólera no sirve sino para hacer destrozos”. Todo es mentira, incluso con algunos curas: “El responso bárbaro de un cura indiferente que canta sus oraciones porque de ellas come, extraño completamente a las enormes inspiraciones religiosas”. Una obra oscura que ilustra con palabras desoladoras el erial en el que España ni labraba ni quería labrar. Al final, ya al final, escribe Sawa que "los únicos historiadores posibles son los novelistas modernos”. Nada como un pequeño libro para mostrar los grandes males de una España que, pese a transcurridos ciento treinta y seis años, no ha cambiado tanto. O quizás no queremos que cambie.
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