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martes, 26 de marzo de 2024
Los días perfectos
Me ha gustado menos Los días perfectos que Las despedidas, y me ha gustado más la segunda parte de Los días perfectos que la primera. Jacobo Bergareche desnuda (no solo en lo físico) a sus personajes, a los protagonistas de una vida cotidiana que aburre y que buscan un plan B en sus existencias. Pero esos planes, los alternativos, duran lo que no siempre queremos que duren, se nos escapan. No podemos esperar que no acaben. Con la excusa de un reportaje, el protagonista va a Austin (Tejas, siempre con jota como decía el profesor Andreo García) y se encuentra con ese plan que no esperaba y que lo despierta, lo saca de su letargo, de ese coma sin hospital de la jodida rutina de todos los días. El profesor Andreo García era de Historia de América, pero JB empieza con una cita que la Doctora Martínez Carrillo, de Historia Medieval, hubiese firmado: “En este predicamento, conté diligentemente los días de pura y genuina felicidad que tocaron: ascendieron a catorce”. No sé si la profesora de Albacete llegó a tantos días de felicidad, con el vinagre mañanero que le alegraba el resto del día a ella y a sus alumnos… Pero aquí lo que recuerda el autor es lo que se escapa: “Te tuve, me tuviste. Nos tuvimos”. Cuando sacamos el periscopio de recuerdos, acabamos siempre a la deriva, tragando sal y agua aún más salada y si llegamos a la orilla no sabemos si rezar para seguir vivos o desear que esta agonía que se eterniza acabe ya: “Los recuerdos que no se apoyan en imágenes, ni palabras, ni objetos se deshacen poco a poco en la memoria, pierden la nitidez, sus contornos se diluyen, sus colores se entremezclan y al final solo queda una mancha borrosa de luz contra esa oscuridad que termina por engullirlo todo”. Tengo cintas de casete con las críticas de cine que hacía Rafael Escalada en el programa de Abellán, y recordé, a la vez que empezaba la lectura de LDP aquella que realizó cuando el estreno de Los puentes de Madison. Escalada hablaba de la posibilidad de elegir. Muchas veces nos preguntamos si en esas elecciones, en las que hacemos y en las que no realizamos, o realizaremos nunca, podemos herir a los que nos rodean para satisfacer nuestras necesidades de revivir. Vivir, en plan supervivencia de bestia en la jungla, no nos vale. No. O no debería valernos. Pero no nos levantamos, no damos un golpe en la mesa, seguimos en ese letargo antilisérgico que es la cotidianeidad. JB nos hace reflexionar sobre el tiempo que compartimos y el que no: “Es preciso contar también el tiempo sin ti, porque también la ausencia le ha dado forma a lo nuestro, igual que el silencio se lo da a la música, y la sombra a la pintura”. ¿Y qué hacemos cuándo alguien nos cambia? ¿Nos seguimos conformando? ¿Somos capaces de llevar la revuelta al límite de la revolución? El autor, de nuevo, nos lleva a ese océano: “Me quedo con la metáfora para decirte que cuando llegaste, sentía mi vida como un enorme buque, cargado de contenedores apilados, algunos llenos de residuos tóxicos, otros llenos de ilusiones con fecha de caducidad, de responsabilidades, de preocupaciones, otros rebosantes de deseos reprimidos”. Y apostilla Bergareche: “Era un buque insoportablemente lento sobre un océano demasiado ancho”. En esa maniobra de evasión, o de intento de maniobra de evasión que es LDP, utiliza el autor la receta de abrir la mente (al sol, siempre al sol) a los que no conocemos, porque como en la canción de Airbag, quizás con los que conocemos (o creemos conocer), nos llega la decepción: “Llega un punto en la vida en el que solo con los desconocidos se puede hablar, sin temor a asustarles ni decepcionarles, de nuestros deseos ocultos, de aquello en lo que hemos dejado de creer, de aquello que ya no queremos ser y de aquello en lo que empezamos a convertirnos”. Pero el tocino de cielo, tan rico, solo nos dura un poquito en la boca y “es como si me hubiesen vuelto a hacer creer en los Reyes Magos para cancelarme después la Navidad”. JB intenta cuantificar días perfectos, días memorables, y si todos intentamos hacer ese recuento quizás volvería la decepción en nuestro Excel particular de cuantificación, y, sobre todo, de la comparación: “No se debe comparar jamás, solo se compara para elegir, para establecer la superioridad de una cosa sobre la otra. La comparación siempre compromete el disfrute de las cosas, la capacidad de apreciarlas por lo que son y el momento en el que nos llegan”. Y quizás, definitivamente quizás, “la crueldad empieza cuando el engaño forma parte del disfrute”. Don Ángel hablaba en uno de sus últimos sermones de que todos hemos sido infieles, aunque nos duela reconocerlo. Y es así. Y en esa parte final del libro, la que más me ha gustado, el océano, al llegar a esa orilla, está seco, porque “hace años que no imaginamos juntos”. Añade JB: “Todas esas rutinas que establecemos para poder sentir que somos aún pareja”. Y entonces, llega lo que no queremos, o lo que pensábamos que no llegaría: “En la vida me va a tocar aburrirme mucho, que más vale que empiece ya a aprender eso”. Pero no hay fórmulas mágicas ni “potingues” para acabar con el desgaste. Pero siempre nos queda La marquesa de Santa Cruz, y recrearnos con ella antes de que empiece otra semana de rutinas. Un excelente libro para evitar caer en lo monótono de la repetición o, por lo menos, pensar en no hacerlo.
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