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jueves, 4 de abril de 2024
DumDum, estudio de grabación
Da un poco igual de lo que escriba Justo Navarro, porque como escribe tan bien, lo lees. Con las aventuras del comisario Polo nos mete en su prosa perfecta, que aquí también utiliza en DumDum, estudio de grabación. A la ciencia ficción hay que ponerle mucha imaginación (creértelo todo, cuando como en la vida, todo es mentira), pero en esta novela, un poco más. Y ese poco más, o ese estímulo, viene dado con una reflexión sobre un futuro de seres hechos de máquinas y remiendos de otros seres, con memorias propias y ajenas, con investigaciones sobre unos suicidios que, como no puede ser de otra manera, se llaman de otras formas para no utilizar la palabra suicidio: “Se habían producido apagones elegidos, personas que elegían apagarse tirándose por una ventana bajo el influjo del espíritu del invisibilismo”. Pone Justo Navarro su foco en lo que no queremos que se vea, aunque sea mentira: “¿Existía el espíritu de la invisibilidad, la droga de la invisibilidad, la invisibilidad?”. Son preguntas contemporáneas las que se hace la novela, que toma vida propia en la voz de los distintos personajes, cada uno copiando o pirateando la información de los demás. Incide el autor en la palabra control, en ese control sanitario de los que muchos quieren escapar. La penúltima pandemia (o el número que tenga) ha sacado a relucir una serie de antitodos que estaban ocultos, o no hacían mucho ruido, y que ahora son cada vez más (dejemos a un lado a Irving y los terraplanistas). Pero en ese control, el exceso y el defecto son difícilmente regulables, y todos queremos saltar el control sanitario, e, incluso, el identitario. Escribe Navarro: “Beber alcohol es un defecto, lo dice el Departamento de Moral Infrasónica, y tener defectos es una enfermedad, y las enfermedades deforman”. Pero las drogas, como siempre, son adictivas, y la invisibilidad, más aún: “Una vez que se prueba la invisibilidad no se puede pasar sin la invisibilidad”. ¿Pero tenemos válvula de escape? ¿No estamos encerrados aunque nos escampemos a kilómetros de distancia? ¿No estamos controlados completamente? Estamos más controlados de lo que creemos. Apostilla el autor: “Estábamos saliendo de la ciudad, si alguna vez se sale de la ciudad, si todas las ciudades no son ya la misma ciudad de la que no se sale nunca”. Y entonces, desde bien temprano en la novela, empezamos a leer una y otra vez reflexiones sobre el pasado, la seguridad (y la falta de ella), porque “casi nadie tiene ya pasado”. Podemos intentar escapar, solos si somos opacos y mudos [(“hablaba poco, se equivocaba poco”), (“podían interrogarlo durante horas: iban a encontrar siempre una pared limpia”)]. Y en la repetición de la mentira (en la vida, en el sueño, en el pasado, en la invisibilidad), “el sueño era el único escondite donde me sentía seguro”. Pero cuando todo es repetitivo, “hay tiempo para todo, es lo que más hay, tiempo”. Habla la novela de subdelincuentes porque “en los últimos tiempos los individuos no eran quienes parecían ser y los que miraban a través de sus ojos podían ser otros”. Y hay, o había, o habrá (sin diferencias, entonces) que mirar los pasos, porque “los pasos cambian como cambia la voz, según el estado de ánimo y la fuerza que se les imprime”. Parece una frase de CLM, pero todo es subdelincuencia, o policía, que en esta novela se confunden, aunque la policía andaba ya extinta,” como tantas otras especies animales” (o extinguida, que ya me falla la memoria, o la subdelincuencia). Y ese pasado, siempre es sucio, "poco higiénico”, y salvo Cristo y el Vaticano, pocos se salvaban, porque todo era residuo, todo recuerdo de otra época, todo compatibilidad inacabada, todo disimulo, todo frustración, y hasta el vodka, y el agua, y todo lo que se bebe, sabe a pasado. A ayer (porque decía el hombre de la camisa verde que “ayer era el año pasado”). Y también es DumDum una imagen, un plástico, una virgen de Lourdes (¿era Lourdes un Benidorm de los enfermos según EHDLCV?), algo que nos da seguridad cuando queremos seguridad, algo que nos da lectura cuando queremos lectura, algo que nos da cuando queremos posesión: “Para que el público demande seguridad, hay que ofrecerle antes un poco de inseguridad”. Y mezcla JN inseguridad, infelicidad y todo eso que nos lleva, o llega, o hace que nos lleve mientras llegamos, al bolsillo: “Se produciría una quiebra económica general si la felicidad dejara de venderse como producto farmacológico, es decir, si dejara de existir un poco de infelicidad”. En la neorrealidad inventada por Justo Navarro, todos están esperando un cambio, una señal, un barniz, una mano de pintura porque se lleva a cabo la “estetización de la realidad”. ¿Y qué supone esconderse? ¿Qué supone no ser visible? Para entenderlo hay que leer lo siguiente: “La invisibilidad significa lo peor del pasado: imprevisión, enajenación, inseguridad, insatisfacción, desorden nervioso, criminalidad indiscriminada y gratuita, enfermedad, infelicidad, en una palabra, suicidios”. Y claro, se cambian los iris, se cambian los brazos interiores, se cambian botones y cables, y, por supuesto, de casa: “Se cambia de casa y se acaba viviendo mejor que antes”. Y aparte de casa, “cambian los afectos, y los intereses, y los mercados”. Y siempre, la mentira, el contrapeso, la balanza torcida, la báscula falsa: “Hemos creado la minoría invisible para que la mayoría absolutamente visible la perciba como perniciosa para la salud general”. Y solo quedaba batallar, a buen precio, porque “no hay mejor negocio que una guerra”. Una gran novela, de mentira, como todo, para estimular ese antitodo nuestro de todos los días, porque “se genera inseguridad, miedo, y se venden más productos antimiedo”.
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