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jueves, 14 de noviembre de 2024
Ropasuelta
La lectura de Ropasuelta, de Santos Martínez, la terminé en un recreo con los alumnos de FP Básica haciendo el bestia en el campo de fútbol sala del instituto, con gritos que van entre lo cafre y lo desesperado. En Ropasuelta, SM escribe lo que se le pasa por la cabeza, o, mejor dicho, se atreve a escribir lo que a muchos se nos pasa por la cabeza y no nos atrevemos a hacerlo, o a decirlo en voz alta (“volví a pensar en eso de que cuando pasas demasiado tiempo solo no sabes si las bromas son privadas o simplemente no tienen gracia”). Me he reído mucho con la primera parte del libro, con esas frases que nos definen, que nos llevan a mirarnos al espejo aunque no tengamos espejo: “La estación seguía siendo el banco verde frente a la cabina telefónica”. El pueblo, los motes y hasta gente de Barqueros (todo el mundo sabe la historia de alguien de Barqueros, decía el hombre de la camisa verde). Pero también Ropasuelta es un guantazo de realidad (“No se puede vivir una vida en el victimismo”), de realidad no deformada (“un grupo de mujeres con la permanente de Rod Stewart”), de esos personajes atemporales (“Eran las de la asociación de mujeres. Tenían entre 50 y 200”), que siempre te encuentras en un autobús camino de un hospital. Y la gente que nace vieja también está retratada en Ropasuelta: “Había dejado el tabaco tres veces cuando la mayoría nos habíamos lo que era toser”. Las relaciones familiares llevadas hasta el extremo, los chascarrillos, las comilonas, los consejos maternos y saber “que lo que quita el hambre nunca da asco” (aunque mi madre es más del “hambre tenías que pasar…”). La figura del ricachón del círculo completo, del apellido que todo lo incumbre en el pueblo, en la provincia, en el más estricto canon del caciquismo. Pero todo eso, creo yo, sucumbe ante la idea de describir esas situaciones que no son fáciles de hacer: “Los escenarios de la adultez nunca son los mejores. Y los padres lo suelen saber”. Y apostilla SM: “Cada generación necesita encontrar sus callejones sin salida”. Y hasta se recrea con el gatillo: “Sabían lo que era tener amigos, el Ralfi hasta conocía el amor y quizás fueran conscientes de que no se deslumbraba y luego la cosa se convertía en una planicie con picos memorables y valles inevitables”. Si estuviéramos en una realidad paralela en la que no solo el 0,00005% supiese leer y entender lo que lee, habría frases de Ropasuelta que deberían ser recreadas como aquella generación de británicos lo hizo con las frase que dejó Guy Ritchie en Lock, Stock and Two Smoking Barrels. Y con esos recreos, los del fútbol sala y los de “había engordado 50 kilos desde Nochebuena”, nos lleva SM a Fuente Librilla pero da igual el lugar, porque en esos retratos que hace nos hemos encontrado alguna vez: “No se ha inventado todavía la manera de que un hombre mire a un niño y su madre no piense en tráfico de órganos”. Hasta en las referencias musicales tiene el colmillo afilado SM (con esas referencias a los desenchufados, a Lou Reed, a la música del bar). Respecto a los tópicos deportivos (“escucha más al Larguero que a su hijo”) parece que nos hemos olvidado que media España, hasta hace nada, se acostaba con el transistor. También hace una descripción de ese sistema ferroviario tan español, del español por el mundo como ejercicio de supervivencia, del Trémolo y el Kiosko y de como “ser escritor es el camino perfecto para acabar solo, alcohólico y desquiciado” y en la forma en que “se sonríe al sobrino retrasado de una mejor amiga”. Y con todo ese escenario, la preparación para lo que los de la zapatilla cara y mallas llaman “quemagrasas” se repite entre truenos de fondo y lloviznas impenitentes, con una Navidad convertida en algo entre berlanguesco y de días que se repiten entre polvorones y el recuerdo del pelo de Mijatovic. Del pelo de Mijatovic. Un muy buen libro que nos recuerda como asienten los orientadores de los institutos. Y yo he pasado por muchos institutos.
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