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miércoles, 27 de marzo de 2019
Gigantes. Segunda temporada.
Vuelven los que naufragan, los de cara de caballo y sus deuños, los hijoputas que lo manejan todo y los que los persiguen. Mafia de aquí y de Italia, tipos que no se conforman con lo que tienen, fincas que se quedan pequeñas. Gigantes aparece en su segunda temporada para cerrar el círculo. Tipos que buscan hasta los muertos como decía el hombre de la camisa verde. ¿Seguro que Cádiz no es Líbano? Otra vez los Guerrero, la cocaína y todo lo demás. Y vaya inversión el arte, pijo. Vaya al diccionario de la RAE si no quiere volver(se) para saber lo que significa la palabra voluble. Y, desde el principio, hay víctimas. Muchas. Y fuego (mucho también). Y los Josés Marías García como medida preventiva. Y los cambios de cromos, los secuestros, los coches repetidos. Mentira sobre mentira, cinturón al cuello. Viendo Gigantes vuelves a darte cuenta de que no puedes confiar en nadie. Hay viajes que mejor no terminar. Ni empezar. Siempre hay que tener una ventana cerca. O arriba. Y detergente, por si acaso huele (mal) el asunto. Y nada como un tejado portugués con moho, y una yonki moribundo, ni una mujer despechada a la que le falta un pecho. Siempre la familia con la sexta letra del alfabeto. Siempre. Y un gato negro. Y lo que nos falte entre la sexta, la cuarta y una o al final. Y una buena camiseta de Pepe, o de Óliver Torres, o de Telles. Y viva el Bierzo y sus radios. Apocalipsis, aquelarre, y muchas cosas que empiezan con a. O demasiadas. E, incluso, marea alta. Aunque aquí el aquelarre es akelarre. Y que todo acabe. Vivan los finales y la sangre y todo lo demás.
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