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sábado, 1 de mayo de 2021
La calle de la Luna
Desde el principio, La calle de la Luna me ha recordado, una y otra vez, a Pantanosa. A la famosas Pantanosa que me leí dos veces y ahora no sé en que lugar estará, a que manos fue a parar, en que lugar dormirá. La calle de la Luna, de Kiko Méndez-Monasterio, es una novela de frustración y sueños incumplidos, de querer y no poder realizar místicos oficios, de querencias imposibles y de realidades que defraudan. Así, como la vida. Siempre con el peso de la religión de fondo (“Hoy la religión, en vez de confortar, asusta”), siempre con la familia en el aliento en el cogote, siempre con los compañeros (que no amigos) de andanzas hasta el amanecer, siempre cambiando cromos de un álbum que sabes que no vas a completar nunca. Siempre, como dice el personaje del tío del protagonista, el tío Agustín (con ese nombre, solo podía dejar frases lapidarias), “hay que volver a Roma”. Gran personaje el tío, y sus memorables oraciones: “Todo lo que no es Roma es plagio o barbarie”. Deja KM-M una esencia de melancolía y añoranza, con estíos en los que “todavía bebíamos con sed de veranos”. Como alguien que yo conozco, ególatra de mí, llama jefes a sus padres, y tenía dudas sobre la política. Entonces, que en 2006 todo era distinto. Y deja palabras unidas para que compongamos nuestro propio puzzle de desilusión y falta de esperanza: “Supongo que nunca sabemos quienes fuimos porque siempre fuimos para otros”. La calle de la Luna es una novela de garitos ajenos y propios, de canciones que fusionan desamores de manual, de ilustraciones de horas de estudio bajo el mismo flexo que teníamos todos. Y sí, aparece un cura de sotana preconciliar para cerrar el círculo. ¿Cómo no recordar las canciones de la iglesia? Siempre. También reflexiona sobre los miedos que acecharon a una sociedad, cambiando moral y pensamiento, cambiando impresiones sobre lo que se debía hacer en un momento si no se quería caer en el dolor de lo desconocido. Además, nos transporta (sin Ministerio a su cargo, de momento…) a la época de la universidad con carpetas forradas de lo que todos sabemos, y que ya la retrató como la ruina en la que se ha convertido: “La facultad es un colegio para niños grandes, una parodia de aprender y de enseñar, una iniciación en lo inútil, en lo mal hecho y en lo inevitable”. Hoy valdría para la mayoría de institutos y para muchos de sus equipos directivos, pero ese es otro cantar de gesta (y mira que Cid han retratado en una serie…). La calle de la Luna es una novela que debe ser leída con la tranquilidad de la distancia, desde la decepción de lo que no quieres que ocurra y ocurre, pero es un ejercicio que todos no nos atrevemos a hacer, y, además, está muy bien escrita. Te hace dudar de tí la novela, te hace recordar sermones (lejanos y cercanos), te hace visualizar la utilidad de las esquelas de los periódicos, te hace reescribir frases muy parecidas a las que tú utilizas continuamente: “Plagios de plagios son las novedades”. Siempre hay que hablar del despotismos ilustrado, siempre es un buen momento. Y la sorna: “Estaban de moda los faralaes y la feria, y Sevilla, que ahora tenían un tren rápido, como si alguien tuviese interés en llegar rápido a Sevilla”. Todo mentira en esta vida, hasta las caras: “A nuestra generación no le veremos las arrugas, sino los estiramientos”. Deja KM-M una mirada nostáligca, un ramo de flores que regalas con cariño pero que el calor marchita a los pocos minutos: “Hay gente que vive de recuerdos, los de mirada nostálgica y tal, y yo empiezo a ser uno de esos”. Y llevándolo al terreno del futuro, de la educación que damos a los jóvenes, importante recordar lo que escribió KM-M: “Creemos que los niños no entienden nada y les hablamos como idiotas normalmente”. En definitiva, La calle de la Luna es una novela de tópicos, pero con una buena historia.
Coda: ¿De verdad podríamos vivir con la solisiana "Agenda nunca"?
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