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miércoles, 1 de junio de 2022
La subversión de Beti García
La subversión de Beti García no es Jugadores de billar en cuanto a total brillantez como sí lo es la segunda. Tiene momentos guadianescos, momentos en los que se diluye, pero el germen de esas ideas se dejan leer con frecuencia en sus páginas. Empieza con una frase de Descartes: “El fin sirve para probar el comienzo”. Y en ese Guadiana, empieza dejando frases para la reflexión de lo peor: “No siempre se debe identificar el horror con las tinieblas”. Y entre saltos de agua y sequías intelectuales, entre puticlbus porteños y mentiras familiares, escribe Jose Avello que “me ha dejado entre las manos una ruina y me exige un éxito”. No siempre entendemos los hijos lo que nos obligan a hacer los padres. O a estudiar. Y eso nos lleva a errar y a todo lo contrario, y esa capacidad de escoger no siempre la entendemos, o queremos entenderla: “Esos confusos sentimientos que nos hacen desear justamente lo que más tememos”. Para los que dormimos poco, o, directamente no dormimos, muchas veces todo es una pesadilla: “Sueño y memoria son países que ocupan el mismo territorio y, según la ocasión, se rodean el uno al otro”. La subversión de Beti García tiene saltos temporales, pero se repiten nombres y apellidos, familias y lugares, esencias y condimentos varios. Pero cuando describimos lugares y fechas, se nos viene a la memoria que “nuestro origen era aquel paisaje, y aquel paisaje era cementerio”. Escribe Avello que “del orden depende el sentido”. Y no siempre, como la canción planetaria, podemos desaparecer: “Vale más desaparecer sin huella. Desconocer el propio origen es un don proecioso del que hoy pocos hombres gozan: ser libres desde el nacimiento”. Y ahí salen las rémoras, los problemas, las jodiendas con vistas a Ambasaguas. Y muertos y entierros, y fincas que comprar y edificar, y un réquiem de vez en cuando siempre vale la misa. Nada como mezclar locura y paganismo, ocio y senos rebosantes en los que fijarse y no solamente en misa. Reflexiona La subversión de Beti García en lo que hacemos y en la forma en que lo hacemos en frases como la siguiente: “Con el aire desafiante y retador de quien va al martirio por fe ciega”. Y seguimos con la misa, que después de las lecturas toca el sermón, y las ofrendas y lo que haga falta: “Los actos de la Iglesia siguen tradiciones o las crean, pero jamás son superfluos para la Historia”. Siempre recuerdos sermones de don José Aljibe Yeti, que subrayaba la Hora Nona, el momento exacto en el que leyendo a San Lucas, recordamos la muerte de Jesucristo. Aquí JA nos recuerda una llegada a caballo, un 16 de julio, una aparición del otro lado del charco en este lado del océano, pero luego nos pasa como en la canción de Airbag, que “la ansiedad dio paso a la decepción”. Y América y España, esa divisón que no siempre tenía decimales aunque si mucho vómito prieto y mal de altura y fiebres de todo tipo y viruelas llevadas de charco a charco y tiro porque me toca: “América había sido hecha sin principios y sin moral, exclusivamente para el triunfo de los hombres superiores”. Luego defina usted inferior y superior. Y más fecha: un 12 de octubre. Y niñas que, como el que escribe, no hablaban de pequeñas porque no les daba la gana, porque escuchar y observar lo hacían muy bien. Y el barniz de las ropas, y del encierro sistemático y esa forma de entender el mundo con “mujeres disfrazadas con ropas de otro siglo”. Yo tengo muy pocos recuerdos de pequeño. O casi ninguno. En La subversión de Beti García escribe JA: “Todos mis recuerdos son sospechosos. Yo mismo soy sospechoso”. Y la historia de hermanos y fútbol, y tipos con sobrenombre de río, y los momentos que se medían de forma distinta, como que “una noche que era nada en aquel tiempo que se medía por estaciones y entierros”. Todo se mide por entierros, por nichos y fosas, por panteones y por coronas de flores, aunque todo es mentira. Recordaba mucho Manuel Alcántara esa similitud entre coronas florales y aros de juego infantil, entre hisopo y sonajero. Y, otra vez, Oviedo. Viva Oviedo, y las mujeres que hacen las cosas sin pensar, por instinto, porque si algo tienen las mujeres es instinto. Y gente con el único traje que tienen y una revolución por llegar y por hacer y la definición de lo que podría ser, en su día el verdadero revolucionario, el verdadero seguidor de los barbudos más o menos piojosos, pero que fueron ideólogos de revoluciones como la de 1934 que como en Asturias no tuvieron comparación en ningún lugar de nuestro país: “Era un revolucionario convencido, marxista y ateo, que detestaba a los ricos y a su opresión” pero es que en la soberbia de los juventud de los veinteañeros todo es posible. O casi todo. Hágase querer por una clase particular, por un ideal revolucionario, por un verso libre en mitad de un soneto imposible. La bohemia soñadora siempre en nuestros corazones a prueba del mejor cardiólogo. ¿Y la traducción de todos estos ideales? Complejo definirlo, pero lo hace José Avello: “Arcadia española simultáneamente anarquista, comunista y liberal, en la que los hombres iguales se amarían en la libertad y en la justicia, orlados por los signos del progreso: la rueda dentada y el compás, la hoz y el martillo, la espiga de trigo y el libro". ¿Y cómo vendemos ese ideal? ¿Es una temeridad soñar con la igualdad? ¿Es una temeridad para a un cura loco cuando empieza a santiguarse? Pues con los procesos revolucionarios, algo parecido: “La revolución era para él un problema comunicativo. Nadie con dos dedos de frente y un mínimo de razón podría dejar de ponerse al lado de la libertad y de la justica en cuanto conocieses las nuevas ideas”. Aquí se juntó república, revolución del 34, guerra y monte y todo lo demás. ¿Y como enmarcamos aquello? ¿Podemos poner distancia ante aquel desmadre? ¿No estamos saturados de recordar aquella guerra? Escribe Avello: “En la memoria el tiempo tiene un orden diferente del calendario”. Y podemos reflejar, o intentar ilustrar con imágenes una historia que se repitió en distintas latitudes pero que no siempre acabó igual, y no siempre sabemos distinguir lo básico de aquella lucha: “Ha olvidado la diferencia entre un cuerpo y una fotografía, entre una persona y un pariente, entre la comunicación y la mera presencia”. Pero aparece el hambre y las liendres, los bichos en todas sus expresiones, y solo toca sufrir. Y esos personajes que como el hombre de la camisa verde tenían una “leyenda de perdulario”. Y comparaciones que te lo dejan claro, que te hacen un Jordan frente a Russell en un partido en casa ajena y mormona en una final enebeástico (“se volvieron tacaños como desiertos”). Como putos desiertos. Y luego todo se pudre, el ideal y el compañerismo, el petróleo y lo que no es petróleo: “Los días eran sótanos llenos de incertidumbre y sospechas”. Y junta en frases el autor el pecado, el placer, la aflicción y cuarenta cosas más que nos hacen pensar: “Pero el pecado, como el sufrimiento, era contagioso”. Y seguimos dándole vueltas al sacramento y la penitencia, otra gran mentira de todas las épocas, quizás una de las mayores mentiras de la historia: “Le pareció el umbral del infierno, donde los condenados vislumbran la paz como un tormento, porque no pueden disfrutarla jamás”. Y ese “silencio animal” del que habla el autor, fruto de tantas situaciones que no se pueden explicar en una sola frase. La subversión de Beti García es una historia de fantasmas del pasado que se reencarnan en el presente, de nombres repetidos, de ideales que fracasan en políticas frustradas, en intentos desesperados por cambiar las cosas que acaban en el peor de los infiernos. Y siempre con la sombra, con el horror, con la huida, con frases que subrayar, aunque no subraye los libros: “Es bueno creer en los fantasmas que nos aman”. Pero el horror se materializa y hay que buscar ese sitio exacto, ese himno identitario convertido en nicho: “Un hombre debe saber dónde está el lugar que le corresponde para morir”. Y la reflexión, otra más pero que hay que recordar, de esa guerra que ahora unos se empeñan en resucitar y otros en enaltecer, cuando no deja de ser un objeto histórico: “Terminó la guerra, pero no cesaron la muerte y la persecución. Por los montes asturianos deambulaban hombres vencidos para quienes solo tenía sentido la palabra resistir, sin apenas más meta que la de salvar la vida, alimentarse, ser. Los pueblos eran enormes campos de concentración por donde se difundía la ilusión de que había paz; el hambre era más poderosas que el resentimiento y el dolor de la derrota; los vencedores iniciaban sus negocios”. A veces nos recreamos en ese dolor, en esa lanza en el costado, en la equivocación de las palabras y la ideología llevada al extremo sin buscar el equilibrio. Y la difícil conjugación de las ideas libertarias, de la extensión de una ideología preñada de contradicciones: “Así enumeramos los tres postulados que debe cumplir toda ley: solo es pacífico aquello que no destruye, sino transforma o crea; solo es justo aquello que es pacífico; solo es derecho aquello que es justo”. En definitiva, estamos ante un libro que merece una reflexión profunda porque nos hace ver que hasta de las mayores contradicciones ideológicas sacamos conclusiones positivas, y, además, está escrito de una forma magnífica.
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