martes, 28 de marzo de 2023

Daisy Jones & The Six. Primera temporada.

Tiene algo en sus inicios Daisy Jones and The Six que recuerda bastante (o mucho, lo que sea que sea cuantificable pero no tangible) a Casi Famosos. Y en esa estela de crecimiento grupal, personal, de independencia, pero sin saber lo que pasará mañana, y con una banda sonora que no deja espacio para la duda, va creciendo aunque peque, por momentos, de ingenuidad. También, ya puestos a ponerle penitencia, de cierta inmadurez. O quizás cuando tienes una edad ya no ves Casi Famosos como hace veinte años, o nunca verás la primera vez Daisy Jones and The Six con los mismos ojos. Lugares reconocibles (ausencia del padre, madre trabajadora, padres que no cuidan a la niña como es debido, panda de imberbes que no encontrarían el pecho ajeno de no ser por estar en grupo de rock) que sirven para rellenar nuestros huecos de infelicidad. Porque al final todo es eso: la falta de ser feliz que te lleva a crear, a escribir, a fotografiar y grabar porque nada es perfecto. También están las inquietudes, pero ese infierno es demasiado personal y, cada vez, más recurrente. Y con la fórmula de la creación de un falso documental (si es que hay algún documental que no sea falso), y entre himnos y más himnos, te meten en una especie de génesis que siempre acaba en algo que supuestamente alguien que estuvo en Patmos escribió. Y como todo es mentira, cada uno cuenta la parte que le interesa, miente en lo que puede mentir y se deja llevar por unas canciones que hacen que te olvides que mañana hay que madrugar, trabajar para pagar facturas y hacer el gilipollas junto a una pizarra. O ser dentista. Daisy Jones and The Six no es viento fresco pero airea un poco la habitación. O te crees que la airea, aunque no sea así. Furgoneta, viajes, piano bar, y la pregunta de si te están utilizando, o como decía el hombre de la camisa verde, si te están utilizando poco o mucho, que siempre te utilizan. Y la nietísima que siempre muestra su esplendor, aunque el salto sea demasiado Casi Famosos. Demasiado. Y cuando el asunto parece mejorar, pasa a la cobardía, al paso atrás, al catenaccio, al triunfo de lo moña y lo cursi. Lástima, porque lo parecía muy bueno a veces solamente se queda en un buen producto. El infierno, incluso el de este artefacto, sigue lleno de buenas intenciones.

sábado, 25 de marzo de 2023

Servant. Cuarta temporada.

Estoy pensando en Cerdos y diamantes después de digerir, entre chinche y chinche, los primeros capítulos de la cuarta temporada de Servant. Todavía, como tito Brad, tengo el picor de la sangre en la boca. El picorcito de la noche, de la secuela de la escalera, del traje breakingbadiano, de la videollamada sin motivo aparente, de la cuota china de la vida, del desamor televisado y convertido en mierda chefiana. Pero no. Servant es un mucho más. Con empleadas nuevas, con lazitos en el pelo, con habitaciones por ocupar, con pijamas que olvidar. El caos y lo grosero. Ayudas inesperadas y héroes de camiseta que acaban siendo malhechores. Espiritismo y cartas de ajuste, maratones de un paso que se hacen eterno, calabazas que pisar, rollo sobre rollo, parche en el maniquí. “No hay sitio para todo en nuestra memoria”. Y cada capítulo, una historia, un sofá que recordar, un tramo de asidero que recuperar, un trauma que superar, una muñeca que disfrazar. ¿Somos más de Degas o de Manet? ¿Dios en femenino? Secta sobre secta, que decía el hombre de la camisa verde. “Es un alivio tener hijos aburridos”. Y para no caer en el aburrimiento, se abre la baraja, se amplía el abanico del terror y de la compasión (y no solo hablamos de los Sixers, por supuesto). Pero todo, en la buena secta, tiene un hilo conductor, un fuego pascual, un apocalipsis interior. Y si el plasticucho debe arder, que arda, y si la verdad debe salir en la tormenta, todos a Patmos.

jueves, 23 de marzo de 2023

Punki (Una historia de amor)

Punki (Una historia de amor) tiene mucho de desamor y de drogas varias. Se pone más borde, entre cintas de música grabadas en TDK’s de 90 minutos, que Al final siempre ganan los monstruos. Mucho más borde. “Cuando iba sobrio me paralizaba el miedo”. ¿Solo nos paraliza el miedo en la sobriedad? ¿O es la sobriedad la que nos lleva a ese miedo? La vida no es Chicago de Sujfan Steven por mucho que le guste a mi mujer. La vida es una etapa de montaña con un Mortirolo que no se acaba nunca, y se te pincha la rueda, se te sale la cadena y un viejo te escupe por no parecerte en tu permanente a Pantani. Al jodido pirata. No sabía hasta Punki que el Antalgin era azul, pero es que no sé de casi nada. Punki es un soplo de realidad, un empujón a un abismo que no parece acabar nunca, una forma de bruma que no se disipa nunca: “Intenta adornar una realidad fea con embustes que se adecuasen a mis necesidades y fantasías”. Claro que sí. Ni tampoco es una canción de Van Morrison. Punki habla de humillaciones ajenas y propias, de músicos sin futuros y, algunos, sin parte de lengua, de viajes a centro de atención a drogodependientes, como si los drogodependientes pudiesen ser tratados. La vida está llena de contradicciones, y el mundo de las drogas, mucho más. Punki es venganza y peligro de sábado que nunca acaba, de personas a las que se conocen como Jarrai, de escoria de distinto pelaje, de gente que piensa que prefiere que “me traigan tabaco a la cárcel que flores a la tumba” porque el único futuro es la cárcel. O el cementerio, aunque no quieras. Viva el mezcal, la absenta y el Stroh 80. Viva Austria, aunque no sepas que no es solo, como dice el molinense de Zaragoza, una bandera de España descolorida. Como en Al final siempre ganan los monstruos, también Punki es un recuerdo de padres borrachos y que solo necesitan un empujoncito, de esos a los que la cerveza les hace más grande la mano con la que azotar a la familia propia y empequeñecerse en su propia mierda. O en su propio anfiteatro, que aquí todo es tragedia griega, es venganza romana porque siempre que sea de noche hay que hacer testamento al salir a la calle. O para saltar metro y medio sin romperse algo en el pie. Drogas desde la EGB. ¿Qué se puede esperar? Me gusta de Punki esa parte de ingenuidad y de anarquía, esa que te permite escribir “querido puto subnormal” aunque esté mal escribir “querido puto subnormal”. En su banda sonora hubiera puesto más Pearl Jam y menos Billy Corgan, peor es lo que hay; menos tatuaje autoimpuesto con bolígrafo de cárcel y más orgullo propio para acceder al infierno; menos Nirvana aunque siempre tengamos cerca un Kurt Cobain al que zurrar. Pero es nuestro presente y nuestro pasado el que nos condiciona. Del futuro, ya hablaremos, porque siempre hay un Jesús en el que el karma se monta un Getsemaní del copón: “Tus errores, tus debilidades o tu pasado son herramientas para que otras personas te hagan daño”. Pero Punki es una historia de personajes en el más amplio sentido de la palabra personaje, de tipos que se buscan lo que necesitan utilizando todos los agujeros de sus cuerpos: “Era una anarquista menor de edad, atrapado en mis contradicciones, maltratado por papá, que follaba con fascistas a cambio de droga”. Ñam, ñam, que tenemos hambre. Y en mitad de la pesadumbre, un perro goyesco te define, te atrapa, te esconde: “La depresión es un perro en lo más profundo del pecho que no para de soltar dentelladas”. Y más frases: “Los alcohólicos son más duros que turrón de oferta”. Pero el escenario nos condiciona, nos enseña, nos muestra el infierno nuestro de cada jueves en el que el Ave María no es solo una oración: “Mi pueblo no era normal. Si fue capaz de subsistir allí se lo debo al punk”. La vida es muy hija de puta, y en la radio solo cuentan mentiras: “Hay muchas canciones de amor, pero pocas de apuñalar a tu jefe”. Punki no es un día de sol en la playa, no es carrera de cros en la montaña, no es un día en Wall Street ganando millones gracias a empresas que se van a la mierda. No. Pero Punki, dentro de sus limitaciones, ayuda al día a día, a superar los tropiezos, a mirar desde atalayas que ni siquiera sabías que existían. Escribe Juarma que “las canciones son los tiques de autobús para viajar a tus recuerdos, a los buenos y a los malos”. Y Punki es una buena canción, aunque no siempre rime bien. También escribe Juarma que “lo único bueno de los noventa fue que se terminaron”. Y mientras, seguimos esperando otras décadas mejores.

Lobo feroz

Con Lobo feroz me ha pasado con lo de muchas películas: las mismas caras de siempre, parecidos dejes, semejantes tomaduras de pelo con bromas innecesarias, un tal Gutiérrez que está en todas, chicas guapas y chicos malos. Y lo mejor de Lobo feroz, está al final, está en un cuarto con paredes de madera. Pero hay que esperar mucho. Una espera larga. Un chicle demasiado estirado que se queda sin sabor, y sin sabor, no mola tanto. O sí. Quizás es lo que quiere la peña: una historia que se alarga para atajarte al final entre uñas sacadas y huesos rotos, entre amenazas de sodomización de una culebra muy negra y muy larga, buscando en bolsas de basura ajenas, con partidas de golpes entre vodkas y otras bebidas blancas. No es que la historia sea vargasllosesca (vivan las primas y las tías), pero se le podía sacar más uña, más hueso roto, más niña después de ballet, más jugo de higadillos. O no. Quizás nos hemos acostumbrado a eso: a esperar. Y las esperas nunca salen bien. El infierno sigue lleno de buenas intenciones, y, Lobo feroz, también.

sábado, 18 de marzo de 2023

Luther: Cae la noche

Vuelve Luther y nada más volver, lo encierran. Lo meten en una jaula y con vestimenta azul, y enciende una radio Grundig y empiezan a ponerle claveles en la quijotera hablando de cadáveres y fuegos y culpabilidades falsas. O no tan falsas. Todo mentira en esta vida. Hasta Luther con cansancio y ojos saltones y agonía existencial. O no tan existencial. Y se escapa y vuelve a ser el Luther de siempre, aunque más taciturno más obsesionado con pillar a los malos (si es que en Luther eso es posible). Mucha carrera, mucho salto, mucha maquinita y mucho chantaje, del emocional y del de toda la vida. Pero Luther tiene muchas vidas, muchos escapes. Aunque hay un cierto recuerdo a momentos blackmirristicos. Pero, a fin de cuentas, siempre es bienvenida la vuelta de Luther. Larga vida a Luther.

martes, 14 de marzo de 2023

La tercera clase

No sé si hay moraleja en La tercera clase de Pablo Gutiérrez. Me cuesta hacerme preguntas sobre las moralejas de institutos, profesores y alumnos. Me cuesta mucho hacerme esa pregunta y buscar una respuesta porque cada día que paso con adolescentes estoy más perdido. Mucho más perdido. Pero La tercera clase da mucho que pensar. Muchísimo. Es un libro pulcro. Yo diría que casi intachable. Se debería leer a las personas que quieren dedicarse a la docencia para que no se lleven el susto del siglo cuando lleguen a un instituto “no perfecto”; para que se lo dejen antes de amargar su existencia; para dejar de amagar la existencia de los que los rodean. He copiado en unos folios de examen que hace años se quedaron en blanco sobre el relieve de España muchas frases de LTC, pero solo me atrevo a recoger por aquí algunas, porque el libro deja perlas en casi todas sus páginas, aunque desde perspectivas distintas. ¿Con qué canción de Suede te quedas, Salva? Ayer con Beatiful Ones, hoy con She, mañana no lo sé: “La culpa sirve si eres católico, y en La Broa todos éramos hijos del diablo”. Así, en la página 11 nos presenta a los diablos hechos personas Pablo Gutiérrez en la LTC. Hay frases de engaño y cuitas que no hay Werther que las soporte: “Ser fea fue la manera de invertir en mi educación y en mi futuro”. Apostilla en la misma página y con el mismo número: “Ser fea fue mi beca de estudios”. Pero en el horizonte, queda esa línea en la que puede que tengamos algo de futuro (yo en primera persona masculino singular no lo creo): “Cómo podría, como soportaría nueve meses de combate contra esos canallas que estaban vacíos por dentro, ásperos, igual que las tierras del Peloponeso”. Recuerdo que, en mi primer curso de trabajo, allá por el 2005, un alumno (Ginés, me acuerdo de su nombre y de su aspecto de morcilla sin hilo), me lanzó una silla. Con testigos. No se cortó. Andaba en clase, en aquel 4ºC la auxiliar que acompañaba a David, otro alumno que iba en silla de ruedas y que si quería estudiar, aunque sabía que tenía los días contados. Escribe Gutiérrez: “El miedo no existe por algo, el miedo existe para que no sigas”. En ese mismo instituto, quince años después, otro alumno se acercó para pegarme y, en el último momento, se lo pensó. No sé si pensé en plan Eastwood y aquello de alégrame el día. No pensé nada. Que fuera lo que Dios quiera. “Yo era la única que sabía de números. Mis hermanos no estudiaban. Mis tíos y mis primos eran un rebaño. Mi padre sólo era mi padre”. También en ese mismo instituto, en mi guardia de patio de los martes del recreo (esos martes, con tres guardias), tuve que separar a dos alumnos entre gritos en árabe, y me salpicó la sangre. Amonestaciones y a su casa, vivan los panoramas actuales: “Nosotros éramos distintos, nuestros padres nos querían y a ellos los odiaron desde el paritorio”. En La tercera clase nos enseñan La Broa, pero el paisaje se repite por todos lados: “La Broa es un cero. Los veraneantes vienen y se marchan, igual que los profesores haraganes, nos quedamos los demás”. Pero como en cualquier trabajo, hay honrados y sinvergüenzas, hay desertores de la ilusión y cabreados con ganas de quitarse de todo. Reflexiona PG sobre los que vamos de paso, sobre oposiciones pasadas y futuras, sobre fracaso interminable y dejadez inmediata, sobre la búsqueda de pecho ajeno en el que olvidar el sentimiento mononeuronal de una clase. O aneuronal. O de amebas. Todo es mentira: “Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”. Y esa decepción, esa canción de Airbag que se repite en nuestra cabeza continuamente, sale a la luz: “Cuando llegué a La Broa yo quería romanizar a los bárbaros y acabó ocurriendo lo mismo que en los manuales de Historia: que los bárbaros se lanzaron sobre Roma para desromanizarla”. Desromanizar. Ayer, con mi 1ºE y mi 1ºF, hasta los más bárbaros prestaban atención cuando les puse el capítulo II de El corazón del imperio, y les hablaba de Fulvia y Cleopatra. ¿Hay esperanza? No lo sé. De verdad que no lo sé. Cada día estoy más convencido en buscar otro trabajo. Como Kevin Spacey en American Beauty, “quiero la menor cuota de responsabilidad en mi vida”. El hombre de la camisa verde me dijo bastantes veces aquella frase de que “si tuviera huevos sería sepulturero”. Lo decía un auxiliar de hospital jubilado por las drogas, que no era poco. Añade Gutiérrez: “En La Broa no había mendrugo ni había arroyo, no quedaba nada de aquella miseria honorable y guerracivilesca, los cafres de La Broa participaban de otra clase de pobreza, la pobreza de espíritu de un chaval que te ridiculiza, que se ríe de ti y te dice que a mi no me hables, vieja”. Y sigue la mentira de intentar meterlos en vereda aunque acaben en La Vereda de Aljucer casi siempre. Y esa tercera clase, ese 3º de ESO bautizado por una lectora como La tercera clase, es ese bofetón que no me dio ese alumno de 1º pero que casi me lo como con patatas: “Para los chicos de la tercera clase, ya estaba todo perdido, tenían quince años y eran demasiado viejos”. Y añade PG: “Las cosas fueron de una manera y no como cuentan que fuera”. Otro alumno de aquella clase de 1º en la que casi recibo el bofetón, me dijo delante de la clase: “Te has cagado, profe”. Y así fue. Casi. Pero luego te preguntas, como hace PG, “por qué la pobreza no puede ser ordenada y soviética”. Y más: “Nadie quería estudiar ninguna cosa, a nadie le importaban las notas ni los exámenes. Se pavoneaban de los suspensos, era imposible leer un párrafo en voz alta, el aula les pertenecía”. Y la realidad, el bofetón que llega a la cara y el que no se materializa, es una piececita de Clint Mansell en Réquiem por un sueño, aquella película que cuando tenía ganas de todo ponía en mis tutorías. Sigue Gutiérrez: “El mayor logro, la pieza cobrada era que te dieras de baja por una enfermedad imaginaria, que no era trabajo para licenciados en Historia o en Matemáticas sino para asistentes sociales, para terapeutas, para agentes de policía”. Y, como en la historia de Juarma, podemos pensar en las diferencias sobre legalidad o no de lo que es ilegal de momento: “Muerte al narcosistema, que haría desaparecer las regalías del contrabando y que convertiría en otro producto del capitalismo, sin distinción”. Pero tiene, queramos o no, contrapartidas, como ponerte con Solbes o con Pizarro: “En el barrio nadie deseaba la legalización de ninguna sustancia, sería la absoluta ruina, la pobreza definitiva. ¿Qué les quedaría entonces? ¿Qué harían con sus vidas?”. Y las ratas se juntan, y gatos y ratones, y “después llegó el amor, que siempre acaba jodiéndolo todo”. O quizás todo pueda cambiar en un universo paralelo. Y sigamos engordando, o con la depresión, o con la baba cayéndose en mitad del manicomio al suelo: “Algunos profesores ni siquiera dan los buenos días, la gente que no da los buenos días no merece vivir, puede que eso no lo dijeran Platón ni Aristóteles pero es una verdad tan absoluta como la formación de los continentes y las leyes de la Física: La gente que no da los buenos días no merece vivir”. Y te piensas que no te lo mereces, o quizás sí, como Míchel en aquel mundial: “Nosotros queríamos enseñar la belleza inextricable del Griego, de la Química, de la Geografía y la Literatura Universal, con ese objetivo superamos una oposición de setenta temas, nuestro talento no podía arruinarse mandando callar a un niñato que ha repetido tres veces”. Y tienes tu exilio, tu destierro “en ese pueblo de entierro”. Y el desengaño: “Los domingos eran la víspera del lunes. Y el lunes era el arranque de cinco días de condena en la jaula de los locos”. Y los latiguillos, las palabras encadenadas que sumamos sin pensar, “porque los verdaderos vándalos eran los profesores, no ellos”. Y la realidad se hizo examen, y habita entre nosotros: “Llorar o corregir exámenes, que era casi lo mismo”. Tic, tac, y siempre mirando el reloj, aunque yo no lleve reloj y tarareo solo el Sally Cinnamon esperando ese timbre: “Los viernes mi horario acababa a media mañana, estaba deseando cerrar la puerta y marcharme para devorar la golosina de dos días y medio sin ver a ningún canalla que no fuera yo mismo en el espejo”. Realidades cotidianas. La tercera clase es una historia de individuos que buscan cobijo y afecto, dinero y soluciones y no promesas, como siempre, incumplidas. Como dice el amigo Andrés, “esto es prostituirse y a final de mes llevárselo calentito” (Gutiérrez dice que “No hay que darle tanta importancia al dinero, y para no darle importancia hay que tenerlo”). Y la llegada del sur con pasaporte de Marruecos, como si este norte no fuera el sur de Alemania. Y la cárcel nuestra sin Ave María que nos salve: “Lo más parecido a una prisión es un instituto de enseñanza secundaria, indistinguibles: la arquitectura, el mobiliario, las ventanas enrejadas, la garita del conserje, las puertas de hierro con doble cerradura, los baños horripilantes, el descuido, la desesperanza, la rutina de timbre-patio-timbre, la sensación de que miles de almas en pena ya padecieron por esos mismos lugares”. Totalmente. Es así. Un jodido cuadro impresionista. Y suma sigue Gutiérrez: “En el patio se prolongaban las costumbres de un narcoestado donde los rangos estaban tan bien establecidos que nadie intentaba tomar ninguna ventaja”. Pero el miedo juega su papel, y “hay gente que no puede perder y es mejor dejar que ganen”. Y con esta lectura tan gratificante no ganamos, porque siempre salimos perdiendo. Un excelente libro.

domingo, 12 de marzo de 2023

We Are Lady Parts. Primera temporada.

No es fácil mezclar en una misma frase islam y punk, niqab y pintura de ojos, guitarras sangrantes y cuadros sobre etapas sangrantes femeninas, leucemia y matrimonios arreglados, soledad y angustia y un montón de términos más como hace We Are Lady Parts. Poco hemos hablado del punk para la repercusión que tuvo. Pero es que no toca. Los poderes, los que mandan, los que llevan traje y corbatas y se ponen como ratas con la coca, piden que no se hable de punk. No vaya a ser que les llegue la anarquía a ellos, con el gusano entre su tabique nasal reconstruido. No toca. No. Pero We Are Lady Parts lo consigue. Menos femenismo de anuncio rosa y manifa y viaje subvencionado y más bajar a la arena, al rudio, al mi mayor, al bajo con el que empezar una canción. No es una serie perfecta, pero We Are Lady Parts tiene momentos jocosos, ojos saltones, pañuelos de cabeza de distintos colores, hits reconvertidos y una pandilla de inconscientes que no se preguntan el motivo por el cual las están utilizando. Quizás nosotros, desde nuestra ignorancia consustancial, tampoco nos lo preguntamos.