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lunes, 9 de mayo de 2022
Albert Speer, un día
Soy peatón miserable, que diría Alfredo Díaz. Mi vida es una sucesión de caminatas, muchas de ellas sin motivo aparente. O sin motivo. O sin. O. Me costó escoger Albert Speer, un día. Andaba yo (otra vez, en mi sucesión de caminatas, en mi momento Led Zeppelin del día, con escualos o sin ellos, Ugo), buscando un libro de una rabina (no hay que hacer comentarios sobre rabinas, rabinos, rábanos, rúcula ni canónigos, dentro o fuera de la catedral) y acabé en Los libros salvajes. El libro lo dedica JRA a su padre que “concibe la caminata y la narración como una sola maniobra”. Y empieza la caminata de Albert Speer en la Europa que va de entre 1954 y 1956, una Europa de mentira, como la de ahora, como la de antes y después de Merkel, como la de siempre. Todo mentira. Vaya puto continente el viejo, para quemarlo de norte a sur y de océano a mar, para volar catedrales y quemar al templario de turno. La reconstrucción, como la reinserción del asesino, imposible. En ese intervalo de los cincuentas, todavía le quedaban 12 años de condena al nazi etiquetado como bueno. Otra frase de mentira, la de poner nazi y bueno en una misma frase, en una misma etiqueta, casi como poner agua y saludable. No me gusta investigar sobre la gentuza porque dan más asco después de dar con sus fechorías. Y fechoría se queda corta como palabra. Albert Speer es un viejo encantador de serpientes y de inglesas jóvenes, de guardias cuarteleros y de arquitectos de mal perder. Y comparo Albert Speer, un día, con otras lecturas porque todos tenemos nuestra cárcel particular. No hace falta ser nazi para ello. Escribe JRA en la página 11: “Podría pensar en su condena como la medición de un día”. Como un puto día. A un nazi habría que desearle una diarrea continua, una silla eléctrica sin compasión. Pero no. Siempre se puede engañar al personal, en la cárcel de Spandau, en Berlín, o detrás de un pupitre, o trajeado tras un traje. Habla, o escribe, JRA sobre los siete presos de Spandau, esa cárcel que cada mes administraba uno de los vencedores de la guerra, si es que a eso se llama victoria. Chamberlain, levanta de tu tumba y pide paz, que no te oímos bien. ¿Dijiste paz? ¿De verdad? Esa administración, pasa de rusos a yanquis, de galos a británicos, cada uno con sus costumbres, cada uno con sus modas envejecidas. Altos cargos, el edificio de Hitler, que todo es arquitectura en esta vida, todos cimientos que crear y tejados que destruir. Tras Nuremberg y su equidistante juicio, algunos pasaron a la sombra, pero no a la tumba o al crematorio que merecían, de forma temporal o perpetua. Todos tenemos un número, una etiqueta, una jodienda con vistas a un patio. O sin patio. Y escribe, que no habla, JRA sobre AS como un agente libre, alguien que iba a su bola, un tipo que habla con su mujer en la cárcel con distancia, un lector voraz: “Tenía un hambre insaciable de lectura. Tan solo en los tres primeros años de encarcelamiento devoró 500 libros”. Yo desconfío de la gente con estudios y principios. Son los peores. Ahora que hemos reflexionado sobre nuestro confinamiento pandémico, este libro nos hace pensar sobre el orden de las cosas (leer por épocas, escribir por épocas) y el gusto por los castillos, sobre todo los abandonados. Y frases para subrayar, aunque yo no subrayo los libros: “El palacio presume y el castillo defiende, y eso las hace construcciones de diferentes universos”. La escasez y la peor calidad de los alimentos en los meses de la administración rusa de Spandau (viva la carne de perro). Anécdotas sobre Sisí y su primo Ludwig II. La ayuda del exterior a la familia de AS. “Construyeron extravagancias hasta la derrota” Y más frases que deja JRA: “La palabra clave era trascendencia”. Y dice JRA que esa palabra es clave, tanto si vas a la iglesia o al frente de batalla. Yo voy bastante a la iglesia, y cada vez reflexionó más sobre otras cosas, y no son precisamente trascendentes. Pienso en jugadas imposibles de JA Morant cuando las homilías no son trascendentes, porque JA Morant solo hay uno, y no sé si tras la lanza quedó huella. Vivan los descreídos. Viva la derrota y muerte a la mentira. Y Albert Speer, era una mentira andante, un tipo que engatusó a esos tipos que interpretaron la ley, o esa ley obtusa que hay tras las guerras o los divorcios: “La esperanza era silenciosa porque las cosas frágiles están siempre más seguras en silencio”. Ahora que vemos banderas y no sabemos actuar ante ellas (piensa en lo que quieras si sabes pensar, que ya lo dudo todo), JRA nos deja frases que pensar, o repensar, o volver a hacer banderas, o pulseritas de colores para concienciar al personal sobre el asunto ucraniano pensando que eso vale para algo: “Había pasado más de una década desde la última vez que había visto una bandera sin indiferencia”. Y va adelgazando la cárcel, van saliendo prisioneros y hay más frases sobre castillos: “Los castillos son las construcciones europeas por excelencia”. Y hablando de Europa, y de castillos, de mierda disfrazada de edulcorante, nos apostilla el autor que “quizás Europa era un castillo en ruinas”. También reflexiona este libro sobre los valores sobre los que luchamos, sobre nuestro desconocimiento de lo que nos rodea: “Uno tiene que conocer la tierra sobre la que va a pelear”. El segundo viaje imaginario de este despojo humano lo sitúa JRA entre 1957 y 1959, y lo manda a Asia, y encima pone un momento de buen rollo entre guardián de la fiera y fiera: “Los prisioneros estaban encerrados en un país que no era el que habían soñado; los guardias, en un país extranjero arruinado”. Y sigue el autor: “Los guardias padecían por degeneración y los prisioneros padecían por vejez”. Y encima sale a relucir otro figura, más escombro que trajo escombro, Rudolf Hess. Y sigue utilizando la arquitectura el autor para analizar el papel de esos escombros: “Los edificios viven más que los arquitectos, sin excepción”. Y reflexiona sobre esas minas saltarinas que acababan con todo, que eran un eufemismo en mitad de aquella locura, de aquella guerra, de todas las guerras. Y antes de caer, construir, para que todo se vaya a hacer viento fresco: “La arquitectura es la voluntad del hombre en pleito con el tiempo”. Y crear una falsa opinión, o creencia, sobre la burguesía, sobre la superioridad moral que creía tener en la época de entreguerras (como ahora cree tener la izquierda, o ese sucedáneo que se hace llamar izquierda socialdemócrata). Y preguntas filosóficas, antes de las redes antisociales, antes del derrumbe, antes de las paredes del cuarto de Segundo premio. No vale rezar por mucho que lo cante Jota. Y siempre salimos perdiendo (joder, no sé las veces que he repetido esa frase). “Intenta razonar si es más sencillo encontrar a una persona en una ciudad deshabitada o en una sobrepoblada”. Y en ese marco cronológico de un cuadro lamentable, pone el autor el recorrido mental de un tipo que entró a trabajar con los nazis en 1931, y que luego mutó, transformó su caparazón en plan “yo no sabía nada del exterminio judío”. Se puede mirar para otro lado y para otro océano, que decía el hombre de la camisa verde. Escribe Rivera Arroyo: “Albert Speer calificaba su obra arquitectónica en dos categorías igual de funestas: lo derrumbado y lo no construido”. Me gusta eso de igual de funestas, aunque suene como a escupir en el mar, como a inutilidad, como a tiempo perdido, como a vida infrautilizada, como escoria en una orilla de un Mar Menor convertido en vertedero político. Y despertarse con la noticia de la construcción de un muro que dividía Berlín, y que cambió algunas cosas, pero no todas, y que JRA lo describe a la perfección: “Sonaba más como una hechicería que como una medida política. Berlín dejó de ser una ciudad en singular”. Y reuniones que lo cambian todo, y vuelos que caen y hacen trueques de cargos, y ser ministro de armamento para crear más (pero sin brillo), para matar más (pero sin disparar en primera persona masculino singular). Los culpables siempre son los otros. Y cambiar las palabras en voz alta, los pensamientos traducidos, los lamentos interpretados de otra forma: “Nadie murmuraba en alemán, idioma oficial del olvido”. Y leer, incluso después de dormir a la sombra, e interpretar asesinatos ajenos como el de JFK (el hombre de la camisa verde decía que fue encargado por Oliver Stone para luego montarse sus teorías de la conspiración y vender humo que olía a incienso): “Para matar a cualquiera solo se necesita una pistola y determinación”. Y este Speer, engaño entre engaños (vaya barniz fue el nazismo), se vendía como fachada guay de algo cruel. Un gran libro para entender que, aunque no lo creamos, el mal se viste con un buen traje y suena con buenas palabras, que huele al mejor perfume y que te engatusa como el primer amor adolescente.
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2 comentarios:
Por lo visto era un buen engatusador, hay fotos en las que se le ve con un Hitler sonriente como un crío chico que le han regalado un scalestric, observando las maquetas del nuevo Berlín que iban a construir
Un pajarraco en toda regla
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