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miércoles, 25 de mayo de 2022
Better Call Saul. Primera parte de la sexta temporada.
Hágase querer por unas corbatas de colores y estampados imposibles, antes y después de ser fabricadas en China, en Egipto o en el lugar que se hagan las corbatas de Saul. Porque si algo tenía Saul en Breaking Bad eran corbatas y teléfonos, desechables y únicas, que todo no iba a ser en Better Call Saul el destartalado coche amarillo. Y si hace falta un retrete dorado, pues se tiene, que no pasa nada. Las vidrieras son hijas del señor, tanto o más que las monjas de clausura. Todo se acaba, pero todo principio debe ser recordado, que aunque aquel coche amarillo fuera sustituido por un Cadillac, el ADN seguía siendo el mismo. Como siempre, cuesta arrancar, o recordar, pero una vez que la arena y los tiros y las cabras y los dientes salen a relucir, vuelves al universo sauliano, vuelves a las andadas, vuelves a sentir lo que sentías aquellos lunes por la mañana cuando tocaba la doble B. Y nada como los móviles, las gasolinas, el banco que multiplica letras de Saul y acaba en Argentaria. Hágase querer por una pesadilla, por una fachada naranja, o roja, o por un pivote, o por una gran mentira. Sobre todo, por una gran mentira. Los hijos torcidos, los sueños rotos, el pelo injertado. Y un despacho con meódromo, y una madre que no es, y un camino que parece. Todo mentira, hasta el último de los complots, de las conspiraciones de las llamadas perdidas, de las veces que escuchamos, hasta el final, las cosas que no merecen la pena. Y luego toca hablar. Y si toca hablar, pues habrá que hacerlo.
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