Hace 1 hora
martes, 2 de noviembre de 2021
El infinito en un junco
En mitad de mi destierro, me leí las 208 primeras páginas de El infinito en un junco casi del tirón, en momentos febriles y letanías taciturnas. Recuerda Irene Vallejo a Umberto Eco (varias veces), para decir que el libro “pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras una vez inventados no se puede hacer algo mejor”. Esta reflexión va al hilo de la desaparición física del libro, aunque Don Manuel Alcántara en su Vuelta de hoja nos recordaba algunos días otros grandes inventos de la humanidad distintos a los citados. Añade la autora que “el libro ha sido nuestro aliado desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia”. ¿Qué manuales? Esas preguntas, como otras, nos llevan a pensar si realmente podríamos vivir sin libros (muchas personas lo hacen una virtud suarezítica). Empieza la autora llevándonos a Alejandría, una de las que sale en el mapa de 1º de ESO entre tantas Alejandrías, de las 70 que decía Plutarco que había fundado Alejandro según nos recuerda IV. Y pone a Aquiles, y a Aristóteles y la fecha de la fundación (331 a.C) y la conquista de Anatolia, y de Persia, y de Egipto, y de Asia Central y de La India. ¿Por qué no dedicamos más tiempo a la figura de Alejandro? ¿Por qué su biografía no es de las más leídas de la historia? Y Macedonia, otro lugar periférico que controló el mundo, como bien recordaba Sergio del Molino en su España vacía y en Contra la España vacía. Y la muerte a los 32 (Kobain, no eres el centro del mundo), y las referencias bíblicas y coránicas, y llamarlo “Magno” a partir del siglo II, o llamarlo maldito, o las referencias que han hecho Iron Maiden o Caetano Veloso. Todo mentira. Y la maldición de los supervivientes familiares, y la herencia en Egipto de Ptolomeo y sus descendientes, que son los que levantan el museo y la biblioteca de Alejandría. Lo bueno de El infinito en un junco es que IV lo cuenta de una forma sencilla, lo cuenta como en una clase de las que ya no podemos dar entre estándares, PTI’S y mierdas de distinto calibre. No, no pongas los ojos en blanco, que todo es reconocible. Demasiado reconocible. O no. Recuerda la autora que en esa biblioteca se hizo la versión griega de la Torá judía conocida como La Biblia de los 70. Y como si Bioy Casares siguiera apuntados los chascarrillos de Borges cuando iba a su casa comer, cenar y dormir, cita a La Biblioteca de Babel de Jorge Luis. Y es en la página 43 cuando aparece la palabra junco, el junco de papiro sobre el que escriben, como bien dice la autora, aunque era escasa fuera de Egipto, y su exportación para que hebreos, griegos y romanos escriban durante siglos. Ahora, en octubre de 2021, en este páramo de tantas cosas, se habla en los telediarios de la escasez de papel y vidrio, de la forma en que se van a encarecer los libros y los vinos, de los libros que no se van a publicar por la falta de materia prima. Imaginemos esa epopeya homérica de la venta de rollos de papiros. Y recordando cadáveres, IV habla del cadáver de Alejandro, y siendo embalsamado “con miel y especias” para su entierro, y su sustracción y su pérdida… Y lo cuenta la autora de tal manera que no quieres que se acabe el libro, pero te engancha que quieres saber más cosas de Demetrio de Falero, del faro de Alejandría, y de esos tipos de los que habla Vallejo: Euclides, Estrabón, Aristarco, Eratótenes, Herófilo, Dioniso de Tracia, Calímaco, Apolonio de Rodas… Biografías para sumergirse en la historia de ese museo, de esa biblioteca, de esas clases, de esas conferencias, de esas investigaciones, de ese faro reflejando el sol con un espejo y la hoguera nocturna… ¿Por qué no nos contaron estas historias en la facultad? ¿Por qué un libro nos muestra detalles de una historia que es atrayente y no lo hicieron en cuatro años de carrera? No siempre, algunos si que nos enseñaron… pero no todos. Nos hace pensar la autora sobre la lectura (en voz alta) que se realizaba de esa forma hasta la Edad Media, y del modo de hacer cambiar las costumbres y las tradiciones. Salta en el tiempo hasta Ptolomeo III, fundador de la segunda biblioteca fuera del distrito de palacio. Museos como catedrales, y los jeroglíficos, y lo que entendemos y lo que no. Enumera la autora las variedades de pairo en el mercado (hasta 8), y habla de Pérgamo y su biblioteca, y los embargos de papiro, y el uso del cuero para escribir y de ahí el nombre… Tantas cosas. Hasta de Memento y el nolanismo y de la Florencia de los Médici y su biblioteca desde 1444. En plan Holmes, escribe la autora sobre las copias de los libros hechos a mano, y los escribas, y los fallos, y las variaciones. Y de Nolan a John Ford, y otra vez La Ilíada, y la guerra de Troya, y el colérico inicio de ese libro, y el alfabeto del siglo VIII a.C. Y dándole a la guitarra y al bajo, cita el Eclesiastés y el Turn! Turn! Turn! (yo prefiero la versión de los Byrds) y el clasismo y la oralidad, de la que escribe lo siguiente: “Sócrates no fue el único gran pensador que, en la encrucijada de la comunicación, se abstuvo de escribir. Como él, Pitágoras, Diógenes, Buda y Jesús de Nazaret optaron por la oralidad”. A mí, personalmente, me gusta pasarme (en las pocas ocasiones que tengo ocasión) buena parte de la clase hablando y explicando, pero muchas veces es imposible. Y continúa IV: “En la nueva civilización de la escritura, la oralidad perdió el monopolio de la palabra, pero no se extinguió, y de hecho, sigue viviendo entre nosotros”. Algunos de mis alumnos, directamente, es que no saben leer, y siguen tan felices. Piensa la autora en la importancia de la oralidad, y pone el ejemplo de Bob Dylan y su Nobel de Literatura (yo nunca he entendido la devoción con Dylan, pero es lo que hay). Sigue adelante la autora con la tendencia narcisista sobre los libros (la suya, la de cada uno), poniendo el ejemplo de El lector de Bernard Schlink, y recordando también Un juicio de piedra de Ruth Rendell. Y como en una clase de la ESO, pizarrea con el paso de lo esquemático a lo alfabético, en el origen en los pueblos semíticos y el valle terrible (Wadi El-Hol) allá por el año 1850 a.C. Hablando de fenicios y marines, recuerda la autora que fue en ciudades como Biblos, Tiro, Sidó, Beirut y Ascalón donde se utilizaron aquellos primeros 22 signos primigenios que luego nos llevaron a los libros. Y ahora que el día de Todos los Santos y el día de Difuntos están en nuestras inmediaciones, vale el recuerdo que hace Irene Vallejo sobre el poema en torno al 1000 a.C de la tumba del rey de Biblos, Ahiram. Y como de la madeja sale el jersey, estira la lana y sale el origen de las siguientes partes de la prenda, del cuello a la cintura: arameas, hebreos, árabes, indios, griegos, latinos. Y salta la autora al siglo VIII a.C. al alfabeto griego que adapta los signos fenicios consonánticos con su mismo orden, empezando por el Aleph… y luego con las cinco vocales. ¿Por qué no me enteré de esto antes? Nos dice también IV, como si de alguien de un departamento de Prehistoria e Historia Antigua se tratara, que los primeros vestigios alfabéticos de los que tenemos conocimiento son de vasos cerámicos o sobre pedruscos (cita el vaso de Dípilon, encontrado en un cementerio de Atenas y la copa de Néstos de la isla de Isquia). Comenta la autora que el alfabeto consigue que los escrito salga fuera las residencias palatinas, pero también cita a Hölderin, y a Ray Bradbury y su Fahrenheit 451 y se refiere a la temperatura que arden los libros (otro libro que tengo pendiente). De la nobleza, al resto, y las escuelas y cita a Heráclito y habla del síndrome de Eróstrato y se refiere a las librerías ambulantes y niños aprendiendo a leer y escribir. Y cita IV la palabra Bybliopólai (vendedores de libros) en el tránsito del V al IV a.C, y de las exportaciones de libros: llega a hablar de fiebre. El curso pasado, en tierras de Alquerías, los martes, con mis tres guardias, me pasaba media mañana en el aula llamada Paideia, donde acababan los díscolos (y yo con ellos), y resulta que ahora leo que IV se acuerda de esa palabra. Poco a poco va avanzando IV y nos habla de la alfabetización entre el III y el I a.C. en la Grecia europea y se refiere a un tal Calímaco de Cirene como “el padre de los bibliotecarios”. Dándole cuerda a lo cuantitativo, escribe Vallejo sobre la expansión de esas bibliotecas (dando cifras) y recordando frases de La vida de Briana sobre el legado de griegos y romanos. También recuerda nombres de autores y escritores que trabajaron de bibliotecarios y siempre aparece la figura econiana de Jorge de Brugos en El nombre de la rosa (en contraposición a la figura de la bibliotecaria propia del siglo XX). Hasta de María Moliner se acuerda. Ahora que se acerca fin de año, aparecerán listas de los mejores libros del año, del mes, de la semana… También, como yo hago en clase recordando los onces del Real Madrid de las Champions del 98, del 2000 y del 2002, recuerda cariñosamente a su padre con los onces míticos de los 50. Viva el fútbol. También, desde el cariño, tiene su recuerdo para su profesora de griego del instituto, como yo suelo tenerlo continuamente por Manuela Ortega, mi profesora de Historia de España del curso 1995/1996, por la que estudié Historia en la facultad. Y respecto a este particular deja una frase de esas que hay que hilar en un sitio reconocible: “Cuánto tardamos en reconocer a quienes nos van a cambiar la vida”. Es verdad, tardamos una eternidad. Un disparate. Cita IV a la poetisa Enheduanna, comparándola a una Shakespeare de su época (era hija de Sargón I de Acad…). Y en esta época en la que solemos hablar de más, deja una de esas frases de Sí, Ministro (otra serie que tengo pendiente), de las que podemos utilizar para reflexionar sobre el pasado, el nuestro y el de los demás: “Tenemos derecho a elegir al mejor hombre para el cargo, al margen de su sexo”. También tiene un comentario sobre la democracia ateniense y su represión hacia las mujeres (nunca sé si me equivoco a la hora de usar las preposiciones). Además, hablando de recuerdos, lo hace de las famosas hetairas, las hiperfamosas prostitutas de lujo de la Atenas Clásica, y del matrimonio y de las comparaciones del pasado y del presente. Aparece en escena Hiparquia de Maronea, de la escuela de los Cínicos y se refiere también al significado de teatro y de lo poquísimo que ha llegado de lo mucho que había (cuantifica IV las obras de los grandes: 7 de Esquilo, 7 de Sófocles, 18 de Eurípides). Tragedias con violencia, según cuenta IV, que yo no he leído nada de ellas, ni tan siquiera Los persas de Esquilo. Siempre era la misma historia, la lucha entre Europa y Asia, entre Occidente y Oriente (otros tenemos luchas interiores entre cordura y locura, entre evasión o permanencia). Y como en el tema 20 y en el 21 de las oposiciones de Secundaria, aparece Heródoto de Halicarnaso y su Historíai, y también se refiere al significado de Europa y del rapto y de todo lo demás. Tampoco he leído 1984, ni sé de Ministerio de la Verdad porque todo es mentira, pero IV asegura: “La utopía de Platón es hermana melliza de la distopía 1984”. O algo así, e incluso cita a Karl Popper, y recuerda aquel asunto de la bomba por correo de Romano Prodi. Prosigue con el historial de libros condenados al fuego, asegurando la autora: “Quemar libros es un empeño absurdo que se repite con terquedad a lo largo de los siglos, desde Mesopotamia hasta el presente”. No, no solo los nazis que explicamos en 4º de ESO o en 1º de Bachillerado y aquella palabra que ponemos en la pizarra: “Bücherverbrennung”. ¿Por qué tan larga? Esa pregunta suelen hacerla los alumnos… cuando hay alumnos que preguntan. Recuerda la autora las destrucciones de la biblioteca de Alejandría y de un siglo XX que ha sido “de espeluznante bibliocastia”. Puestos a destruir, y a recordar destrucciones, tocaba recordar, como fanático del baloncesto, la biblioteca de Sarajevo en 1992, y la guerra de Yugoslavia (y vuelve a cuantificar: 188 bibliotecas atacadas durante la dichosa guerra balcánica contemporánea). Incluso se refiere la autora a las bibliotecas de los campos de concentración nazi, las de Cuba o Siberia, y recuerda obras como Goethe en Dachau. Siempre es un drama, pero como apunta IV, “los libros nos ayudan a sobrevivir en las grandes catástrofes históricas y en las pequeñas tragedias de nuestra vida”. Al hilo, recuerda su situación en el colegio, y la ayuda de su familia y de los personajes de Michael Ende, Robert Louis Stevenson, de Joseph Conrad y de Jack London. Pero para los que como yo no tenemos idea de idiomas, las traducciones son importantísimas. Y ahora que voy a empezar a SPQR, cita a Mary Beard y su aforismo: “Grecia lo inventa, Roma lo quiere”, para referirse al alfabeto de la Magna Grecia y al latín traducido del griego y de como las situaciones difíciles hacen fortunas algunos (pone el ejemplo de la acumulación de obras de arte por Peggy Guggenheim cuando los nazis entran en Francia). Oportunidades, como hace años íbamos al Corte para buscar chollos. Se refiere a Doce años de esclavitud y lo revolucionario de un invento como el bolígrafo, y la censura y represión y las dictaduras y las situaciones en las librerías bajo estos regímenes. Siempre hablamos en clase de Mi lucha, pero no siempre cuantificamos lo que significó (IV lo hace en 110 millones vendidos a la altura de 1945 si no me falla la memoria otra vez). Y lo que suponen las librerías como enemigo, como problema para las élites y su importancia en los cambios políticos (cita los casos de muchas en España en los años 1976 y 1977 por la venta de libros de izquierdas, marxistas y liberales). Llegados al extremo, recuerda el caso de los Versos satánicos de Salman Rushdie en 1988, su persecución y de los mensajes del barbas de Jomeini (el de Asia, no el que vendía coches en Aljucer) y de como los líderes islámicos pedían la muerte del autor y hasta de los traductores en los distintos países de los versículos rushdienanos (y en ese juego literario recuerda como El Corán llama “gentes del Libro” a judíos y cristianos). Paso a paso, la autora sigue analizando la evolución del asunto, y recuerda los Códices del III en adelante, y su imposición gradual, primero en el oeste y luego en el este, citando el Código de Justiniano y de la forma en que los códices van sustituyendo a los rollos, y la ventaja de que pudiese ser llevado de un sitio a otro, a cualquier parte. Y de ahí, al fetichismo de los libros en Roma, y de las primeras celebridades al más puro estilo Muchachada Nui: Tito Livio, Virgilio, Horacio, Ovidio y Propercio. Recuerda, para los que no se acuerdan, los casos de Pompeya y Herculano y el Vesubio y la villa de los papiros y todo eso que no estudié en la carrera. Puestos a imaginar y a entrar en la mente de los escritores, reflexiona sobre los nombres de los títulos y de la forma en que los clásicos han llegado a ser clásicos. En este punto cita a Nietzsche, a Freud y a Marx, que partiendo de presupuestos clásicos renovaron las ideas metafísicas, éticas y políticas con posiciones modernas (¿o era al revés?). Y el canon y lo que debe ser y lo que se imita y se copia y los géneros mayores y menores antes y después de que Caracalla diese la ciudadanía romana a todos los ciudadanos del imperio, ya que muchos emperadores venían de las provincias y del mestizaje. Para acabar habla del final de Roma y su relación con las bibliotecas y las lecturas. Con la llegada de los bárbaros (de distintos cursos de la ESO, parece ser), se abre un peligroso periodo para los libros y los lectores hasta la invención de la imprenta, que quedó concentrado en unas pocas personas. Habla Irene Vallejo de las requisas y quemas de libros, y los monasterios como pieza clave para mantener el sistema gracias a abadías con escuelas, bibliotecas y scriptoriums. Y las miniaturas y el papel llegado de Oriente, y las citas de Zweig y los nazis, y de que todos los libros no son buenos y de que “sin libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado”. Y este libro me ha ayudado, que los tormentos interiores no todos los días son aguantables.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario